sábado, 4 de septiembre de 2010

Negocios Secretos

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Lo peor de todo no es haber asesinado a un hombre. Lo peor de todo es que nadie, jamás, sospechó de mí.
Ya pasaron muchos años de aquello, pero no ha transcurrido un solo día en el que no haya pensado en mi crimen. En realidad, mi mente dispara imágenes fragmentadas de lo sucedido aquella noche cuando alguna situación, por mínima que sea, se asocia con el momento en el que cometí el hecho. O con la víctima.
La víctima, Abel, era entonces mi socio, mi amigo, casi mi hermano. En medio de una amarga discusión, lo ayude a cumplir con el destino bíblico de su nombre.
Nos conocíamos de chicos. Éramos amigos del barrio. Él era el niño frágil, de familia de plata, y yo el chico fuerte y entusiasta de padres trabajadores que siempre lo defendía. Abel había nacido con una malformación en los pies y debía caminar de por vida con muletas. Eso, sumado a sus anteojos, lo convertía en el blanco de todas las cargadas. Nos volvimos compañeros inseparables: yo lo cuidaba y él me ayudaba con mis tareas. Vivíamos en una época en que trabajadores y gente un poco mejor acomodada podían vivir en un mismo barrio, ir a la misma escuela e imaginar un futuro en común. Y eso fue lo que hicimos durante toda nuestra infancia y nuestra adolescencia. Lo único que nos separaba era el mudo resentimiento que me causaba la cómoda situación económica de su familia, el prestigio que le daba tener un papá doctor. Pero eso no impidió que decidiéramos ir juntos a la facultad de ciencias económicas y que, una vez allí, comenzáramos a proyectar nuestra propia empresa de transporte. Unos pocos años después, siendo todavía estudiantes, pudimos concretar nuestra idea, cuando el padre de Abel nos prestó el dinero para la primera camioneta.
Trabajamos duro en esos años, con una dedicación que sólo da el deseo juvenil de cumplir un sueño, sin importar horarios ni capacidades físicas. Dos años después, teníamos cuatro camionetas y pudimos comprar el primer camión. A partir de ese momento, pudimos conseguir contratos más importantes, facturar más, comprar nuevos vehículos. Para cuando me recibí (unos meses después que Abel), ya ganaba más del triple de lo que ganaba mi padre con su sueldo de operario calificado. Él, lejos de sentirse inferior por ello, me miraba con admiración, veía coronado en mí todo el esfuerzo de su vida. Sus ojos cansados, hastiados de pararse frente a la misma máquina de ensamblaje durante casi tres décadas, reflejaban un orgullo que le era imposible disimular.
Para cuando nuestra empresa cumplió sus primeros cinco años, yo estaba aprendiendo a disfrutar de la buena vida. Tenía mi auto cero kilómetro, iba a los lugares de moda, conquistaba mujeres, había comenzado a jugar deportes con prestigio social, como el tenis, y podía comprarme ropa de marca. Por primera vez en la vida, me sentía igual que Abel. Ahora yo también tenía dinero, mi dinero, y veía mi futuro como un camino directo hacia la fortuna. Además, yo era quien más empuje daba a la empresa. Era yo quien estaba ahí en forma permanente, controlando los camiones, hablando con los clientes, discutiendo con los empleados, mientras Abel, por su limitación física, cumplía un rol más distante, más teórico, pensando en el rumbo general de la empresa, elaborando los planes que luego yo llevaba a la práctica día tras día.
Por eso fue que me tomé la libertad de quedarme con más dinero del que me correspondía. Me parecía justo. Sólo se trataba de cambiar algunos números en ciertas boletas, de apropiarse de cheques y alterar los recibos. Era muy sencillo. Por otro lado, a Abel jamás se le hubiera ocurrido controlarme. O eso pensaba yo, hasta aquella lejana noche en la que mi vida cambió para siempre.
Me acuerdo que Abel me pidió que fuera esa noche a su casa. Me dijo que necesitaba hablar conmigo de algo muy importante. Imaginé que tal vez tuviera un problema de salud (siempre los tenía), o algún inconveniente para acercarse a alguna chica (algo que era también muy común en él). Recuerdo que llegué a eso de las nueve. El doctor y su esposa habían salido, así que Abel estaba solo. A pesar de tener casi treinta años, vivía todavía con sus padres en el chalet de dos plantas que seguía siendo la envidia del barrio. Estacioné frente a su casa. Miré con cierta melancolía la calle, iluminada por la luz de la luna llena, donde solíamos jugar de niños. Mis padres vivían a sólo dos cuadras de distancia. Mientras caminaba hacia la puerta principal, me llené los pulmones con el ya casi primaveral aroma que flotaba en el aire. Toqué el timbre. Escuché el andar de Abel, inconfundible por el torpe compás de la muleta. Abrió la puerta. Estaba muy serio.
- Pasá y cerrá la puerta- dijo, modo de saludo.
Caminé tras él, hasta la mesa del living comedor, majestuosa, de madera oscura y sillas elegantes. La única luz encendida en la habitación era una pequeña lámpara, apoyada sobre un secreter. Abel se sentó en una de las cabeceras de la mesa, frente a una serie de papeles desparramados, a los que no presté atención en un primer momento. La lámpara apenas iluminaba su rostro, cubierto de sombras. Sin decir nada, empujó los papeles hacia mí, con desdén.
- ¿Qué es esto? - preguntó al fin.
Los tomé para verlos de cerca. La escasa luz me impedía leer con claridad. Pero no necesité demasiado para comprender lo que estaba sucediendo. Abel había descubierto las facturas alteradas, los recibos modificados. Me di cuenta que había una serie de cheques, que sin duda había encontrado en mi oficina, apilados a un costado de la mesa. Mi mano se abrió, dejando caer los papeles al piso.
- Pensé que éramos amigos- dijo Abel.
Supuse que debía contestar algo, pero no tenía ganas de hacerlo. Me sorprendí al darme cuenta que no sentía culpa, ni arrepentimiento, ni nada. Por un instante, me sentí poderoso. Desde mi extraño lugar de poder, veía como los ojos de Abel se llenaban de lágrimas.
- ¡Se acabó la sociedad! ¡Andate! ¡La empresa terminó para vos!- gritó.
Lo miré con indiferencia. Me di cuenta de que en mi rostro se había dibujado una estúpida media sonrisa.
- ¡Andate!- volvió a gritar. Percibí la impotencia en su voz. Caminé muy despacio hasta donde estaba él. Empezó a mirarme con miedo. Las muletas estaban apoyadas junto a su silla. Tomé una de ellas. La madera clara, suave y ortopédica ejercía una obsesiva atracción sobre mi mano, que no podía dejar de acariciarla.
- Escuchame...todavía podemos arreglar algo...un alejamiento decoroso...-dijo Abel. Pero yo sabía que no podíamos arreglar nada, que era mi fin. Sabía que en cuanto yo me fuera, los abogados del padre de Abel comenzarían a trabajar y, entonces sería adiós empresa, adiós dinero, adiós futuro para mí.
Descargué la muleta con toda mi fuerza sobre la cabeza de Abel, que inútilmente intentó cubrirse con un brazo. Cayó hacia delante, manchando de sangre el cristal que cubría la mesa. Por las dudas, descargué varios golpes más. La sangre corría, incontenible, manchando los papeles que Abel nunca debió haber visto. Me alejé dos pasos, para contemplar la escena. En ese instante tomé conciencia de lo que había hecho. De lo irreparable, definitorio y absoluto de mi acto criminal Mis sienes comenzaron a latir con fuerza. De golpe, casi no podía respirar, porque el aire no llegaba hasta mis pulmones. Atropelladamente, recogí todos los papeles y los cheques que estaban en la mesa y salí corriendo de la casa de Abel. Prender el motor del auto me dio más trabajo que de costumbre. Intenté una, dos, tres, cuatro veces, hasta que arrancó. Conduje a toda velocidad, pasando los semáforos en rojo. Un sudor helado cubría mi cuerpo. Dejé el auto mal estacionado sobre la esquina, y ni siquiera lo cerré con llave. Subí corriendo hasta mi departamento en el sexto piso. Una vez dentro, me quité el abrigo y me di cuenta de que la sangre de Abel lo había manchado. En realidad, toda mi ropa estaba salpicada. Durante horas, caminé de un lado a otro de la habitación. A medida que el tiempo pasaba, mi mente se iba aclarando. Fui dándome cuenta que había hecho todo mal desde el principio: mi auto había estado estacionado frente a su casa, ninguna cerradura había sido forzada, mis huellas estaban sobre el arma asesina, mi ropa estaba manchada con su sangre, los papeles que me comprometían, también ensangrentados, habían quedado en el piso de mi coche y tal vez algún vecino me había visto escapar a toda velocidad de la casa. Sólo era cuestión de tiempo para que vinieran por mí.
Ese pensamiento me resultó tranquilizador. Ya todo estaba perdido. No tenía forma de defenderme. Me senté en el sillón del living. Desde mi departamento se podía ver, a lo lejos, el reflejo de la luna sobre el Río de La Plata. La adrenalina me abandonó y la fatiga me hizo caer en un sueño profundo.
El sonido del timbre me sobresaltó, despertándome. Alguien tocaba una y otra vez, con evidentes intenciones de despertarme. Eran las siete y media de la mañana.
- ¿Quién es?- pregunté.
- La policía. Tenemos que hablar con usted- contestó una voz seca, enérgica.
- Ya voy- dije. Corrí hasta la habitación, y me quité la ropa ensangrentada. Me puse una bata, las alpargatas, y me mojé el rostro. Sin duda, mi suerte estaba echada. Abrí la puerta. Dos hombres de aspecto muy parecido entre sí, con pelo engominado y denso bigote oscuro me miraban con expresión grave. Dijeron mi nombre. Asentí con la cabeza.
- Tenemos que hablar con usted ¿podemos entrar?- dijo el que estaba parado más adelante. Con un gesto, les indiqué que pasaran. Entraron y se quedaron de pie en medio del living. No parecía un arresto muy violento.
- Anoche asesinaron a su socio- dijo el otro tipo.
Abrí los ojos, con fingida sorpresa.
- ¿Abel? ¿muerto?- pregunté. Esperaba por respuesta algo como "no se haga el idiota, sabemos todo"
- Parece que entraron ladrones, a la noche, él estaba solo en su casa, le pegaron con una de sus muletas, y se llevaron documentación de la empresa y valores, según dijeron sus padres, que lo vieron trabajando cuando salieron. Queremos saber si usted tiene sospechas sobre alguna persona que desee hacerle daño a Abel, a usted o a su empresa- dijo el tipo que había hablado primero. Era difícil saber quién era quién. Mi sorpresa era tal, que no podía contestar.
- Pero...-dije al fin- ¿Cómo puede ser?...-
- Entendemos muy bien su situación- dijo alguno de los dos- Es una noticia terrible. Tómese unas horas. Si se acuerda de algo, llámenos a este número.
El tipo sacó de su abrigo una tarjeta con un número telefónico escrito con birome. Luego, pidieron permiso para retirarse, y se fueron sin decir más.
Durante las primeras horas de la mañana, me pareció estar viviendo un sueño sin sentido. Todo el mundo me daba el pésame, me abrazaba, me decía "hay que seguir adelante". No se cómo ni por qué fui hasta la casa de los padres de Abel y lloré con ellos, allí donde yo le había quitado la vida a su hijo. Después, hablé con la policía. Me confirmaron que se trataba de un robo, me dijeron que trabajarían hasta las últimas consecuencias para esclarecer el caso. Como amigo más cercano de Abel, como hermano de la vida que había sido yo para él, que era único hijo, me encargué de retirar el cuerpo de la morgue luego de la autopsia y de organizar el funeral y el entierro.
Aquel sueño insensato, desagradable, que comenzó aquella mañana en la que el destino me volvió impune, nunca terminó. La empresa siguió adelante. El padre de Abel me cedió sus acciones. Me transformé en un hombre rico y bien relacionado gracias a sus contactos. Mi vida fue modelo de éxito para otros. Con los años, aprendí a convivir con las imágenes de aquella noche, que se niegan a desaparecer, que cada día parecen estar más vivas y que me recuerdan siempre que estoy usurpando la vida de otro hombre. En el fondo, sólo deseo que el engaño termine, y que alguien descubra mi secreto alguna vez, librándome por fin de la imagen de Abel, con la cabeza destrozada, desangrándose sobre la mesa de madera oscura de la casa de sus padres. Cada vez que ese cuadro aparece ante mí, me aíslo de todo por unos instantes, me vuelvo sordo a lo que pasa a mi alrededor. La realidad se vuelve un murmullo lejano.
Tal como sucede en este preciso momento, en el que el murmullo se va haciendo cada vez más claro, más definido, sacándome de mi trance. Y me doy cuenta de que estoy rodeado de gente que aplaude. Y debo entonces ponerme de pie, tomar mis muletas y caminar hacia el estrado, donde esperan mi discurso para conmemorar los cuarenta años de la empresa.


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