domingo, 24 de abril de 2011

Manantial de Verdades

Tanques, misiles, malas noticias, miedo..., todo eso aparece en el último comercial de TV de Coca Cola. Osos de Peluche, tortas de chocolate, videos divertidos y amor son los argumentos que se contraponen a esos temas negativos durante ese minuto optimista que no deja de llamar la atención de nadie, ni a favor ni en contra. Lo primero que me pasa: me sorprende que se mencionen ese tipo de cuestiones en un spot de TV. Pero algo me sigue pasando, veo alguna otra cosa y no logro darme cuenta de qué es. Hasta que lo descubro, a lo mejor más tarde que mucha gente: el comercial está armado con la misma estructura que los millones de Power Points que circulan vía e-mail en todo el mundo. Slides Shows con mensajes en apariencia muy distintos, pero que siempre apuntan a darnos una clave sobre cómo vivir, cómo estar mejor, cómo acercarnos a la felicidad o cosas por el estilo. Pienso entonces que ese formato de slides encadenados se fue convirtiendo en un lenguaje propio, una forma de probar razonamientos a través de conceptos breves, que no necesitan ser demostrados y que vienen ilustrados con una imagen que, supuestamente, los representa. Por ejemplo, si el slide dice: “no te olvides de tus sueños”, la imagen puede ser una gaviota volando sobre el mar o bien una montaña con el sol que asoma durante el amanecer. Se me ocurre que ese es el formato que tomaron las “verdades” en estos tiempos, contraponiéndose a las “mentiras” en las que vivimos sumergidos porque hemos perdido la capacidad de maravillarnos con las cosas simples y ya no podemos abrir los ojos, tal nuestra ceguera. No se trata ni de largas charlas hasta el amanecer, ni de leer autores complicados, ni de estudiar algún tema a fondo para poder acercarnos un poco a la Verdad, así, con mayúsculas. Se trata de encapsular en unas pocas pantallas una serie de frases, que deben ser asumidas como “verdades”, esta vez con minúscula, en plural, que podemos leer en pocos minutos y que nos permiten cubrir la cuota de profundidad que necesitamos. ¿Para qué más? ¿Para vivir llenos de preguntas que no podemos responder? Es preferible llegar al último enter y encontrar la respuesta que, es muy probable, ya hayamos sospechado de antemano. Mejor así, a ver si algo nos descoloca. Estamos en la era de los tutoriales y de los power points, la era donde los “conocimientos” (nunca el Conocimiento) y las “verdades” son fáciles, simples o, como suele decirse, “amigables”. Qué bueno. Y, por supuesto, no debemos dejar de cumplir con el deber moral que nos impone la era en la que nos tocó vivir: enviarle ese manantial de verdades a toda nuestra libreta de direcciones, o a todos nuestros amigos, o contactos, o seguidores…, sin duda, nos lo van a agradecer.


martes, 8 de marzo de 2011

Sopla el viento

Lo que más le molestaba no era que su mujer lo engañara, o que sus hijos no le hablaran, o que acabara de perder el trabajo, lo que más le molestaba era el viento. Podía soportar la imagen de Francisca revolcándose con el profesor de tenis. Podía ver, como si las tuviera frente a sus ojos, las zapatillas blancas coronando las piernas abiertas, pero le alcanzaba con tragar saliva para sacarse la angustia de encima por un rato largo. Respirando profundo varias veces lograba diluir el efecto que las miradas de desprecio de sus hijos le provocaban cada vez que les preguntaba algo, sin importar lo que fuera, porque nada de lo que él decía era válido para los dos muchachos que entraban y salían de la casa sin saludarlo. El recuerdo del llamado final a la oficina de su jefe se volvía más pequeño cada día, las frases “reducción de personal”, “decisión dolorosa” y “te deseamos lo mejor” se volvían vacías, inofensivas, como si nunca se las hubieran dicho a él en su propia cara. Cornudo, padre despreciado y, además, desempleado. Esos términos lo definían. Parado en el medio del bosque a las siete de la mañana, usando el equipo de gimnasia comprado en épocas mejores, había salido a correr para tratar de ahuyentar los fantasmas, pero se había quedado apoyado contra el tronco de un árbol, mirando las hojas que se movían contra el cielo. Le gustaba verlas, de hecho no conseguía despegar su mirada de las ramas que subían y bajaban con lentitud hasta que en algún momento eran golpeadas por una sacudida violenta, inesperada. Era como mirar un caleidoscopio gigante desde adentro, envuelto por la ilusión de la luz. Sus pensamientos eran menos que nada. La inercia del mundo se lo llevaba con la misma fuerza que podría haberlo hecho la corriente del mar, hacia el fondo, hacia el final de todas las cosas. Pero el viento no le gustaba, si bien sabía que era imprescindible para la danza de los árboles que lo tenía prisionero. La tensión entre el enojo y la fascinación lo tenía clavado en el mismo lugar desde hacia casi media hora, con los pies tapados por las hojas caídas. Entonces escuchó pasos. Se puso alerta. No estaba solo. El eco del mundo volvía. Los pasos traían voces cortadas por risas y exclamaciones. Era la charla de dos hombres jóvenes que no podían ser otra cosa que amigos y personas felices, aunque no lo supieran. Los vio venir. El más alto tenía el pelo largo, atado y usaba una campera de cuero negra. El otro tenía un sobretodo y un gorro de lana marrón. Venían de pasar una noche sin duda mucho más interesante que la suya. Sus rostros estaban pálidos, pero no podían dejar de reírse. Supuso que así deberían ser sus hijos cuando él no los veía. Venían directo hacia él. La trayectoria que habían elegido pasaba a pocos centímetros de su cuerpo adormecido. Pensó que esa era alguna especie de oportunidad que la vida le regalaba: nunca se había encontrado con nadie en todas sus mañanas solitarias en el bosque. A lo mejor, se trataba de la posibilidad de establecer un contacto con la felicidad perdida, con lo que también él había sido dos décadas antes, con lo que a lo mejor podía volver a ser si lograba encontrar el rumbo correcto. Los muchachos estaban cada vez más cerca. Veía sus barbas incipientes, sus borceguíes, sus pantalones gastados. La ansiedad golpeaba en su pecho. Levantó la mano. Daba la impresión de que iban a chocarlo o a abrazarlo.
-¡Hola, muchachos! –dijo, con un tono alegre que no escuchaba en su voz desde hacía mucho tiempo. El del gorro marrón lo miró de costado. El otro siguió gesticulando sin interrumpir la frase que estaba diciendo y ni siquiera registró el saludo. Pasaron de largo. Escuchó una risa a sus espaldas. Arriba, las hojas se chocaron, agitadas por una nueva ráfaga.
Eso era lo que más le molestaba: el viento.