No es el trabajo,
ni la rutina, ni los lugares gastados de tanto verlos y transitarlos. Es lo
que pensamos, lo que decimos, la manera en la que hablamos, las palabras que ya
sabemos que vamos a usar como respuesta a lo que ya sabemos que el otro nos va
a decir. En todo eso está el personaje creado para el guión de lo que llamamos
“nuestra vida”. Ese es el fantasma que no nos deja escapar. Tal vez la única
posibilidad sea fugarse a un escenario donde su existencia no tenga ningún
sentido. Ir a una ciudad en la que nunca estuvimos y donde ninguna persona nos
conozca. Ser nadie otra vez. Convertirse en ese tipo que espera un tren en una
estación, en esa mujer que toma un café y parece tener todo el tiempo del mundo
o en el que le saca fotos a esos edificios que ya no significan nada para los que
están obligados a verlos una y otra vez. Ser otro, pero sin llegar a saber qué
otro. Cambiar a cada paso, en cada calle, en cada nueva esquina. Así se va
deshaciendo el fantasma y comienza a nacer esa sensación etérea que nos
acompaña hasta un tiempo después de que volvemos, hasta que el personaje vuelve
a despertarse y a ocupar su lugar. Es un ciclo que se repite en cada temporada,
con variantes, con resultados mejores o peores, con las marcas que lo dejan
anclado en un momento determinado de la vida. Cada uno de nosotros hace lo que
puede con su fantasma en las vacaciones: sentarlo en una reposera frente a la
playa, hacerle preparar asados para los amigos, llevarlo a caminar por paisajes
alejados o ponerlo de guía en una caravana familiar siempre desordenada.
Algunos se deshacen más y otros menos. Pero todos, en algún momento, creemos
que es posible llegar a ser tan livianos como ese nadie que a veces imaginamos.
domingo, 27 de diciembre de 2015
jueves, 17 de diciembre de 2015
Cinturón Blanco
Mi paso por las artes marciales fue breve. Y rotundo. Como
fracaso, por supuesto. Yo era un chico de 9 años a comienzos de los '80:
épocas de fascinación con películas de Bruce Lee y la serie Kung Fu. Las artes
marciales ganaban espectacularidad y daban prestigio social. No me salvé. El
intento de mis padres por inculcarme un amor por el deporte que ellos jamás
habían sentido me hizo caer en la clase de yudo del Club San Fernando: ese complejo
equipado para hacer casi todos los deportes existentes que era un paraíso para
los amantes de las actividades físicas, pero que se convertía en una especie de
centro de torturas interminable para mí. Seguramente pensando “vemos si se
engancha y después le compramos el traje” me mandaban a la clase con un
deslucido pantalón marca Diporto azul y con alguna remera que seguramente
tendría una inscripción infamante dado el contexto. El profesor se refería a mí
como “el de civil”. Yo creía interpretar que mi presencia en la clase se debía
a que tenía que aprender a defenderme de alguna cosa en especial, que nunca
entendí bien cuál era. Pasó un tiempo corto, tal vez unas 5 o 6 clases y me
hice acreedor de mi traje con su riguroso cinturón blanco al que jamás lograría
cambiar de color. Creo que habrán pasado unos 3 meses más cuando el profesor
pronunció la aterradora palabra “torneo”. “El sábado torneo, presentarse a las
8”. No recuerdo la hora exacta, pero si recuerdo que era algo contra las leyes
de la naturaleza y de la civilización. Ese día nos llevaron al gimnasio del
piso de arriba, un lugar investido de cierto carácter sagrado: el lugar
reservado a los encuentros “en serio”. Había una gran cama o colchoneta
cuadrada, de un material verde rígido sostenido por sogas blancas, con olor a
cuero y sudor, donde los contendientes se encontraban. Por razones que
habrán resultado válidas en la mente retorcida de los organizadores de aquel
encuentro me tocó enfrentarme con un cinturón verde que me sacaba más de una
cabeza, pesaría 15 kilos más que yo y tenía una de esas porras con rulos que
nadie volvió a ver después de 1984. Para calmar toda ansiedad voy a decir que
me ganó sin hacer ningún esfuerzo. Después de ese encuentro se terminaron las
clases de yudo en el San Fernando. Creo que dije “basta” y a la luz de la
lamentable pelea en el torneo, mis padres tuvieron la dignidad de no insistir. Fin
del capítulo 1. Pasaron unos años. Cuando tenía 13 se me dio por volver a yudo.
Esta vez en un gimnasio cerca de casa, donde también iba mi hermano, más chico
que yo y que había alcanzado el cinturón amarillo en poco tiempo. Debo decir
que esa fue una buena experiencia: el profesor realmente era un gran tipo y
sabía enseñar. El que no sabía aprender era yo, pero de todas maneras fui unos cuantos meses y la pasaba bastante bien. Hasta que un día, a pocos metros
de la puerta del gimnasio, de la oscuridad que ya había a las siete y media de
la tarde en invierno, aparecieron dos chicos: uno de mi edad y otro de unos
16 o 17 años que me encerraron. Plata no
tenía. Lo único que traía era mi bolso Hood naranja con el traje de yudo con su
impoluto cinturón blanco. Se lo llevaron. Me quedé unos instantes parado en la
puerta del gimnasio, hasta que entré y le conté al profesor. Un rato después me
vino a buscar mi viejo. Fin del capítulo 2. Nadie volvió a insistirme con las
artes marciales. Ese final era una demostración de la inutilidad de que yo las
practicara: una actividad pensada para la defensa personal se ve truncada por
el robo del traje para practicarla. Debo decir que nunca me gustaron las
películas de Bruce Lee ni las de artes marciales. Pero sí fui fanático de la
serie Kung Fu. Cada uno tiene su propia manera de ser un pequeño saltamontes.
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