Todo parece
detenido. Es enero. Todo parece detenido pero sigue. Se respira todavía una
cierta resaca de festejos obligados, de ciclos que siempre reclaman ser
celebrados de una manera reglamentaria. Los ciclos de verdad, los que marcan a
cada persona para siempre, o por el tiempo necesario para ser considerados “para
siempre”, no suelen tener fechas definidas, son más bien referencias
temporales, casi crónicas de una sola frase: “antes de conocernos”, “después de
que nacieron los chicos”, “cuando te fuiste a vivir afuera” o cosas por el
estilo. Esos ciclos aparecen de golpe, en momentos inesperados, reclamando que
los celebremos sin parientes ni fuentes de ensaladas, sin regalos ni
indigestiones gratuitas. Marcan la vida a fuerza de pulsos invisibles.
Sorprenden en la mitad de una frase, trayendo un silencio del que no sabemos
bien cómo salir. Viven en esa clase de ausencias que vemos en personas que en alguna
reunión se quedan solas un rato, mirando hacia ninguna parte, con una expresión
en la que nos cuesta reconocerlas. Las marcas de esos ciclos no son los caprichos de las fechas de un almanaque, si no
otros más difíciles de combatir: los de la memoria, los de las
historias que no podemos dejar de contarnos, las que nos sacan de donde estamos
para llevarnos, por unos instantes, a otro plano, a otro lugar. Mientras tanto,
seguimos acá, recorriendo de a poco el verano aplastante. Los que volvieron de
las vacaciones todavía no terminan de arrancar y los que no se fueron actúan
una energía que ya no tienen. Por delante acecha todo un año de celebraciones prefabricadas. En los espacios vacíos que dejan esos festejos convencionales esperan los otros, los que se revelan cuando ellos quieren, los que, sin importar el día, mes o año en el que pasaron, al final
siempre terminamos reconociendo como nuestra verdadera vida.