Los últimos somos más que los primeros.
Ganamos en cantidad. Por eso siempre hay uno solo en el primer lugar del podio
y muchos abajo, mirando, tal vez envidiando o despreciando, que es casi lo
mismo, al que está ahí arriba. Yo tuve la suerte de estar en ese lugar. La
suerte, no el mérito: la vida me dio la posibilidad de experimentar algo que en
realidad no me correspondía. Lo mío, en aquella colonia del club San Fernando que
funcionaba todo el año, era una rutina que no cambiaba: llegar a las 9 de la
mañana los sábados para hacer una serie de actividades deportivas hasta las 2
de la tarde rogando que llegara el momento de volver a casa. Pero un día esa
rutina se interrumpió. En lugar de jugar a los deportes habilitados por las
demarcaciones superpuestas del playón de la entrada, que eran vóley, handball, básquet
y fútbol, íbamos a correr una carrera entre todos los grupos, formados por
chicos de entre 7 y 12 años. Era una especie de maratón. Teníamos que recorrer
un circuito bastante extenso, algo así como dar dos vueltas a las canchas de
rugby, ir hasta el bar que estaba cerca de la cancha de hockey y después hacer
todo el camino de vuelta. Nos identificaron con un papel de color, por grupo,
según la edad, con nuestro nombre. Si hasta acá resulta confuso es porque esa
era la sensación que reinaba también aquel día en el club: creo que la idea y
la organización de la carrera debió haber surgido en la euforia de una reunión
trasnochada de los profesores del San Fernando, hartos de hacer todos los fines
de semana lo mismo. Sin entender demasiado bien qué estaba pasando, se largó la
carrera. Recuerdo ir avanzando con lentitud. Mis pies chocaban contra el piso como
si fueran de plomo mientras veía al resto de los corredores alejarse. Aquel
aire transparente y la sombra fresca de los eucaliptos me daban unas ganas irrefrenables
de tirarme a descansar en lugar de estar metido en esa competencia que para mí
no tenía ningún sentido. Esa carencia total de hambre de gloria producía una pesadez
desmesurada, incomprensible en un chico flaco como era yo. Los profesores se
habían instalado en ciertos puntos del recorrido, controlando el curso de la
carrera. Recuerdo sus frases de aliento y sus miradas de lástima cuando yo
pasaba. Creo que hasta caminé en algunas partes cuando nadie me veía. Penando, volví
hasta el playón, donde me desprendieron el papel de color con mi nombre y lo
apilaron con los de mi categoría. Nos quedamos sentados un buen rato en el piso
junto al podio de 3 escalones, todavía vacío, esperando el anuncio de los
ganadores. Sobre una mesa brillaban los trofeos: unas copitas plateadas de base
negra y medallas con cintas azules. Caminando lento se fueron acercando los
profesores. Daban primero los nombres del tercer y del segundo puesto, a
quienes entregaban medallas, y por último el del primer puesto, que se llevaba
una de las copitas. Yo me dedicaba a mirar los árboles, al cielo o a los
pájaros, con la mente perdida en otra cosa, mientras la ceremonia avanzaba como
un murmullo de fondo. En un momento escuché mi nombre. Fue un golpe que me
sobresaltó. Traté de hacer foco en el lugar de dónde provenía la voz que me
seguía llamando, asomándome por encima de varias cabezas que se movían como
buscando algo. Entonces descubrí el podio: solo faltaba ocupar el escalón más
alto. No podía ser. Volvieron a llamarme. Me paré despacio, para ver si la
situación cambiaba. Todos me clavaban la vista, en medio de un silencio que
envolvía a cada uno de los que estábamos ahí. Paso a paso, tuve que avanzar y
subir al primer puesto. En mi mano, adormecida por el asombro, se apoyó, como
en un pase de magia, una de las copas. Nunca había ganado ningún premio:
recordé los estantes en las habitaciones de algunos amigos míos, con pequeños
tenistas o jugadores de fútbol dorados mezclados con autitos y libros. Miré a
todos desde ahí arriba. No sería más de un metro, quizás fuera menos aún, pero
a la vez era como estar sobre una cima inalcanzable. En primera fila estaban
los chicos habilidosos del grupo, los que hacían chistes con los profesores y
capitaneaban los equipos en todos los deportes. “¿Ese ganó?”, preguntó uno de
ellos al amigo incrédulo que estaba a sentado a su lado. Bajé del podio
flotando en una suerte de nebulosa. El mundo que me rodeaba había quedado muy
lejos. Creo que alguien me felicitó. Al rato, mi viejo me vino a buscar. “¿Vos
te ganaste eso, en serio?” preguntó, cuando me vio con la copa en la mano.
Fuimos caminando hasta la salida. Estábamos a pasos de cruzar la puerta del
club y llevar el premio al mundo real, allá donde hubiera servido para validar
ese triunfo insólito. Otra vez escuché mi nombre, esta vez por altoparlantes,
junto a varios nombres más. Tuvimos que volver. Nos explicaron que habían
cometido un error: cuando apilaron los papeles con los nombres en la llegada se
olvidaron de que tenían que invertirlos para que el primero quedara arriba de
todo. Como no lo habían hecho, el primer papel que encontraron fue el mío: el
del último que había llegado. Así se fue el premio, con su verdadero dueño, que
tuvo al fin la copa pero no el podio. Durante ese fin de semana contamos la
historia varias veces, nos reímos y mi viejo se lamentaba de lo único de lo que
podíamos lamentarnos: que alguien se hubiera dado cuenta. Al menos sé que estuve
ahí arriba. Y que me lo gané, perdiendo.