domingo, 30 de julio de 2017

El Aula de los Condenados

Habíamos perdido el paraíso. Lo sentíamos cerca: sus árboles frescos, sus veredas que llevaban a la libertad, sus caminos abiertos. Pero durante esa hora, tal vez hora y media, se nos negaba a cada uno de los que estábamos ahí. El motivo era tan injusto como inapelable: no pensábamos ir por ningún motivo a la misa anual que organizaba el colegio: un bachillerato común, privado, medio pelo y que, se suponía, no era religioso. Pero todos los años había una misa y la única posibilidad de no asistir era llevar una autorización de los padres: un permiso para la negación. Los que no íbamos teníamos que permanecer, durante el mismo tiempo que duraba la misa, esperando para irnos a casa. La suma de judíos, evangelistas, ateos y otras yerbas era, casi de manera milagrosa, la justa para caber en una misma aula. Yo estaba en el grupo de ateos reconocidos que no habían optado por el facilismo y la hipocresía de frases como “es un rato, te bancás la misa y te vas a tu casa”, discurso que también compartían los que se querían hacer los superados pero en el fondo preferían no desafiar la ira bíblica. Así que ahí estábamos. Con varios ya nos conocíamos. Hacíamos chistes y no nos tomábamos la situación en serio. Al menos no los ateos. Y tampoco los judíos. Había algunas versiones atípicas de cristianos que trataban de explicarnos en qué creían. Para mí la cosa no pasaba de ridícula, pero con el tiempo fui dándome cuenta de que no debió haber sido así para algunos de los que se quedaron encerrados con nosotros. Recuerdo a dos hermanos, grandotes, parecidos, creo que era mellizos, que nos miraban y se reían de manera nerviosa, sin hablar. Tengo la idea de que dijeron ser menonitas o algo por el estilo. Imagino la tortura que habrá sido para ellos haber quedado rodeados de los peores herejes de la Tierra, por un lado los que se tomaban a la liviana cualquier tipo de creencia, por otro los que profesaban una fe equivocada, inspirada sin dudas por fuerzas oscuras. Y todos ellos haciendo chistes estúpidos, inimaginables. Ninguna escritura sagrada podía protegerlos contra eso. Pienso en sus padres optando por un colegio laico, creyendo que el único percance sería una misa anual que podía evitarse con facilidad, para que sus hijos terminaran rodeados de un seleccionado de activistas del mal. O quizás nadie lo llegó a ver así nunca y no éramos más que un grupo de adolescentes retenidos en el colegio por un motivo absurdo, esperando que nuestro cancerbero viniera, como todos los años, a decirnos “listo, chicos, se pueden ir”. Siempre se quedaba el mismo directivo de la escuela. Estoy seguro de que los renegados de la misa le dábamos la mejor excusa posible para no tener que aburrirse en la iglesia, poder leer el diario tranquilo, fumarse un par de cigarrillos y dejar pasar la mañana sin hacer nada. Cuando se cumplía el tiempo, o cuando ya habría repasado por quinta vez la misma noticia deportiva, venía a avisarnos que podíamos salir, que otra vez éramos libres. Cruzábamos la puerta de la escuela con alivio y con la rara sensación de ser pocos, distinguiendo el sonido de nuestros pasos en las baldosas lustrosas. Una vez afuera, nos alejábamos sin continuar ninguna de las conversaciones de adentro, apenas saludando a nuestros compañeros casuales de prisión, buscando la libertad de aquellas tardes interminables que siempre fueron nuestro verdadero cielo.