Todo parece
detenido. Es enero. Todo parece detenido pero sigue. Se respira todavía una
cierta resaca de festejos obligados, de ciclos que siempre reclaman ser
celebrados de una manera reglamentaria. Los ciclos de verdad, los que marcan a
cada persona para siempre, o por el tiempo necesario para ser considerados “para
siempre”, no suelen tener fechas definidas, son más bien referencias
temporales, casi crónicas de una sola frase: “antes de conocernos”, “después de
que nacieron los chicos”, “cuando te fuiste a vivir afuera” o cosas por el
estilo. Esos ciclos aparecen de golpe, en momentos inesperados, reclamando que
los celebremos sin parientes ni fuentes de ensaladas, sin regalos ni
indigestiones gratuitas. Marcan la vida a fuerza de pulsos invisibles.
Sorprenden en la mitad de una frase, trayendo un silencio del que no sabemos
bien cómo salir. Viven en esa clase de ausencias que vemos en personas que en alguna
reunión se quedan solas un rato, mirando hacia ninguna parte, con una expresión
en la que nos cuesta reconocerlas. Las marcas de esos ciclos no son los caprichos de las fechas de un almanaque, si no
otros más difíciles de combatir: los de la memoria, los de las
historias que no podemos dejar de contarnos, las que nos sacan de donde estamos
para llevarnos, por unos instantes, a otro plano, a otro lugar. Mientras tanto,
seguimos acá, recorriendo de a poco el verano aplastante. Los que volvieron de
las vacaciones todavía no terminan de arrancar y los que no se fueron actúan
una energía que ya no tienen. Por delante acecha todo un año de celebraciones prefabricadas. En los espacios vacíos que dejan esos festejos convencionales esperan los otros, los que se revelan cuando ellos quieren, los que, sin importar el día, mes o año en el que pasaron, al final
siempre terminamos reconociendo como nuestra verdadera vida.
Textos al viento
Blog de relatos breves de Diego Caggiano
lunes, 22 de enero de 2018
domingo, 30 de julio de 2017
El Aula de los Condenados
Habíamos perdido
el paraíso. Lo sentíamos cerca: sus árboles frescos, sus veredas que llevaban a
la libertad, sus caminos abiertos. Pero durante esa hora, tal vez hora y media,
se nos negaba a cada uno de los que estábamos ahí. El motivo era tan injusto
como inapelable: no pensábamos ir por ningún motivo a la misa anual que
organizaba el colegio: un bachillerato común, privado, medio pelo y que, se suponía,
no era religioso. Pero todos los años había una misa y la única posibilidad de
no asistir era llevar una autorización de los padres: un permiso para la
negación. Los que no íbamos teníamos que permanecer, durante el mismo tiempo
que duraba la misa, esperando para irnos a casa. La suma de judíos,
evangelistas, ateos y otras yerbas era, casi de manera milagrosa, la justa para
caber en una misma aula. Yo estaba en el grupo de ateos reconocidos que no
habían optado por el facilismo y la hipocresía de frases como “es un rato, te
bancás la misa y te vas a tu casa”, discurso que también compartían los que se
querían hacer los superados pero en el fondo preferían no desafiar la ira
bíblica. Así que ahí estábamos. Con varios ya nos conocíamos. Hacíamos chistes
y no nos tomábamos la situación en serio. Al menos no los ateos. Y tampoco los
judíos. Había algunas versiones atípicas de cristianos que trataban de
explicarnos en qué creían. Para mí la cosa no pasaba de ridícula, pero con el
tiempo fui dándome cuenta de que no debió haber sido así para algunos de los
que se quedaron encerrados con nosotros. Recuerdo a dos hermanos, grandotes, parecidos,
creo que era mellizos, que nos miraban y se reían de manera nerviosa, sin
hablar. Tengo la idea de que dijeron ser menonitas o algo por el estilo.
Imagino la tortura que habrá sido para ellos haber quedado rodeados de los
peores herejes de la Tierra, por un lado los que se tomaban a la liviana
cualquier tipo de creencia, por otro los que profesaban una fe equivocada,
inspirada sin dudas por fuerzas oscuras. Y todos ellos haciendo chistes
estúpidos, inimaginables. Ninguna escritura sagrada podía protegerlos contra
eso. Pienso en sus padres optando por un colegio laico, creyendo que el único
percance sería una misa anual que podía evitarse con facilidad, para que sus
hijos terminaran rodeados de un seleccionado de activistas del mal. O quizás
nadie lo llegó a ver así nunca y no éramos más que un grupo de adolescentes
retenidos en el colegio por un motivo absurdo, esperando que nuestro cancerbero
viniera, como todos los años, a decirnos “listo, chicos, se pueden ir”. Siempre
se quedaba el mismo directivo de la escuela. Estoy seguro de que los renegados
de la misa le dábamos la mejor excusa posible para no tener que aburrirse en la
iglesia, poder leer el diario tranquilo, fumarse un par de cigarrillos y dejar
pasar la mañana sin hacer nada. Cuando se cumplía el tiempo, o cuando ya habría
repasado por quinta vez la misma noticia deportiva, venía a avisarnos que
podíamos salir, que otra vez éramos libres. Cruzábamos la puerta de la escuela
con alivio y con la rara sensación de ser pocos, distinguiendo el sonido de nuestros
pasos en las baldosas lustrosas. Una vez afuera, nos alejábamos sin continuar
ninguna de las conversaciones de adentro, apenas saludando a nuestros
compañeros casuales de prisión, buscando la libertad de aquellas tardes interminables
que siempre fueron nuestro verdadero cielo.
domingo, 28 de agosto de 2016
Lenguaje
-¿Los monos tienen lenguaje?
-No se: preguntale a un mono.
-De acuerdo. Señor Mono, ¿usted tiene lenguaje?
-No.
-No se: preguntale a un mono.
-De acuerdo. Señor Mono, ¿usted tiene lenguaje?
-No.
lunes, 8 de febrero de 2016
Mochila
Ser
condenado a vivir lo mismo una y otra vez: esa es la gran amenaza que atraviesa
toda la vida académica, desde el jardín de infantes hasta el momento de lograr
el título universitario. La versión oficial dice que asistimos a instituciones educativas
para aprender. El texto oculto dice que si no respetamos ciertos tiempos y
formas tendremos que volver hacia atrás, cumpliendo con aquello de vivir como
farsa lo que primero fue tragedia: repitiendo la propia historia. Ese es el temor
que aparece en esos sueños de adultos, muchos años después de dejar las aulas,
en los que debemos volver a aprobar materias del primario o del secundario. Ese
es el fantasma que persigue a todos los estudiantes, pero con mucha mayor saña
a los que pasan a los tumbos por la vida escolar. El mismo que inquietaba desde
siempre a los dos amigos que pasaban los recreos charlando en un rincón del
patio del Nacional de San Isidro. Se parecían: los dos eran flacos y altos, con
el pelo largo y no tenían el menor interés en ninguna de las materias del
colegio. Estaban en tercer año y siempre habían aprobado por insistencia
paterna, por el trabajo esmerado de los profesores particulares, porque cada tanto
se esforzaban para que los dejaran de perseguir y porque, en definitiva, no les
quedaba otra. Les interesaba la literatura, pero no los best sellers, las
películas, pero no las que rompían taquillas en el cine y les
interesaba, por sobre todas las cosas, la música, el rock, las canciones, la
vida de los músicos…, ese universo que era una vía de escape a la realidad
mediocre que los rodeaba. Todo eso los apasionaba, pero ni Led Zeppelin, ni
David Bowie, ni Spinetta, ni Charly iban a lograr que alcanzaran los objetivos de
las materias insoportables que tenían que cursar. De más está decir que no escuchaban ninguna banda que estuviera de moda. No eran alumnos problemáticos: los típicos
desmanes y bromas escolares les parecían ridículos, infantiles, cosas de
descerebrados. Simplemente, no le prestaban atención a lo que pasaba. Habían
cruzado todo el año con su estilo: arañando las aprobaciones, aferrándose con
uñas y dientes a la nota milagrosa, al dato salvador, a la carpeta completada a
las apuradas en el final de la tarde del último día. Llegaron, haciendo
carambolas de objetivos y materias dentro de aquel sistema de aprobaciones de
los años 80, hasta diciembre y, por supuesto, se fueron a marzo con el número
justo de materias para no salvarse: 3. Con 2 tocaban el cielo: las previas eran
un problema para más adelante. Pero no pudo ser. Tuvieron que pasar febrero
simulando que estudiaban. Cada uno se jugó a aprobar una materia distinta para
poder pasar: uno fue por matemáticas, el otro por geografía. Ambos tenían que
rendir el mismo día, en horarios diferentes. El primero fue el que había
elegido matemáticas y, contra todos los pronósticos, aprobó, casi a primera
hora, cuando todavía no había conseguido despertarse del todo. Un rato más
tarde, caminando con pasos que buscaban disfrutar de la sombra de los árboles más
que avanzar, llegó su amigo. Era una mañana de principios de marzo y el colegio
transmitía esa sensación de vacío, de calma cercana al naufragio que se respira
siempre en los lugares utilitarios durante los momentos marginales. Luego de
una frase de aliento frente a la puerta del aula sus trayectorias se separaron:
uno fue a enfrentar a la profesora de geografía y el otro a esperar sentado en
el suelo del patio. El afuera se abría como un lugar de tranquilidad para el
que había aprobado. Cada tanto pasaba algún conocido que lo saludaba y se
perdía en los pasillos. Las pocas personas que circulaban por el colegio iban a
un ritmo pausado, como si estuvieran guardando la energía para otro momento.
Algunas voces, también algunas risas, resonaban perdidas en los recovecos del
edificio. Dentro de esa parsimonia que iba llevando a la somnolencia empezó a
crecer un sonido rítmico. Eran golpes lejanos, algo confusos, pero que tomaron
en seguida su forma definitiva de pasos firmes. Abandonando la penumbra de uno
de los pasillos emergió la silueta delgada del que había ido a rendir
geografía. Sus pelos se sacudían, ondulando sin orden, con cada movimiento que
lo impulsaba hacia adelante. De su boca salió una sola palabra, corta y
afilada:
- Repetí.
Cruzó la
puerta del colegio como una sombra. Costaba seguirlo. Su amigo ensayó unas
palabras de consuelo pero se dio cuenta de que era mejor no decir nada. Tenían
que ir hasta la avenida. El empuje enérgico de la caminata se fue perdiendo y entraron
en una lentitud pesada, en un andar sin voluntad que los hacía desplazarse con
indolencia entre la gente. Como en un espejo, cada uno llevaba su mochila
colgando de un solo hombro y eso alteraba su marcha. Esperaron el colectivo
en un mutismo que por momentos se hacía difícil de soportar. Daba la sensación
de que el 60 que tomaron se iba a desarmar bajo el sol del mediodía. Cada
acelerada hacía vibrar la carrocería y sacudía los acrílicos de las ventanas.
El primero que tenía que bajarse era el repetidor. No terminó de levantar la
mano para saludar, cuando vio que su amigo se paraba. “Te acompaño”, le dijo.
El otro no tenía fuerzas para resistirse y en el fondo prefería no estar solo
cuando tuviera que darles la noticia a sus padres. Caminaron las dos cuadras
más largas de sus vidas. Cada baldosa era una antesala del abismo. Ninguno
podía decir nada. El que había repetido parecía estar perdido en una
ensoñación, dentro de un mundo sin emociones. Su cara era como una máscara inmutable.
Hasta que estuvieron a pocos pasos de la puerta. En ese momento el cuerpo del
repetidor se convulsionó en un espasmo veloz. La mente de su amigo proyectó la
escena antes de que sucediera, en esos pocos instantes que le tomó al pie
despegarse del suelo. Así pudo imaginar al repetidor pateando la mochila con un
sonido sordo. Por efecto del golpe los libros la deformarían mientras giraba en
su vuelo y caería, con la tapa impactando en las baldosas, hasta quedar como un
saco informe y sin gracia en el suelo. Esa había sido la proyección mental
hasta que el pie logró de verdad llegar hasta la mochila. Cuando eso sucedió,
en lugar de un golpe sordo, se escuchó un roce fugaz de telas. El dueño de la
patada enfurecida perdió un poco el equilibrio, como si algo no coincidiera con
lo que su cuerpo esperaba. La mochila que voló, lejos de ser ese saco lleno de
libros que apenas podía luchar contra la gravedad, se movió como una lámina, desplazándose
en el aire. Una ráfaga de viento la empujó, haciéndola planear unos metros,
atravesando los rayos de sol que se sacudían inquietos, hasta que se deslizó
con suavidad, acariciando la vereda en un aterrizaje delicado. Ahí quedó,
guardando la única carga que llevaba desde hacía varias semanas: una birome sin
tapa y unas pocas hojas arrugadas. Cuando lograron salir del asombro, ambos lanzaron
una carcajada única, contundente y sincronizada. El vuelo liviano de la mochila
decía mucho más de lo que valía la pena explicar. El repetidor la levantó con
un movimiento lento. Cruzó con su amigo una de esas miradas que siempre
actuaban como puntos de partida. El ciclo volvía a comenzar.
sábado, 16 de enero de 2016
Podio
Los últimos somos más que los primeros.
Ganamos en cantidad. Por eso siempre hay uno solo en el primer lugar del podio
y muchos abajo, mirando, tal vez envidiando o despreciando, que es casi lo
mismo, al que está ahí arriba. Yo tuve la suerte de estar en ese lugar. La
suerte, no el mérito: la vida me dio la posibilidad de experimentar algo que en
realidad no me correspondía. Lo mío, en aquella colonia del club San Fernando que
funcionaba todo el año, era una rutina que no cambiaba: llegar a las 9 de la
mañana los sábados para hacer una serie de actividades deportivas hasta las 2
de la tarde rogando que llegara el momento de volver a casa. Pero un día esa
rutina se interrumpió. En lugar de jugar a los deportes habilitados por las
demarcaciones superpuestas del playón de la entrada, que eran vóley, handball, básquet
y fútbol, íbamos a correr una carrera entre todos los grupos, formados por
chicos de entre 7 y 12 años. Era una especie de maratón. Teníamos que recorrer
un circuito bastante extenso, algo así como dar dos vueltas a las canchas de
rugby, ir hasta el bar que estaba cerca de la cancha de hockey y después hacer
todo el camino de vuelta. Nos identificaron con un papel de color, por grupo,
según la edad, con nuestro nombre. Si hasta acá resulta confuso es porque esa
era la sensación que reinaba también aquel día en el club: creo que la idea y
la organización de la carrera debió haber surgido en la euforia de una reunión
trasnochada de los profesores del San Fernando, hartos de hacer todos los fines
de semana lo mismo. Sin entender demasiado bien qué estaba pasando, se largó la
carrera. Recuerdo ir avanzando con lentitud. Mis pies chocaban contra el piso como
si fueran de plomo mientras veía al resto de los corredores alejarse. Aquel
aire transparente y la sombra fresca de los eucaliptos me daban unas ganas irrefrenables
de tirarme a descansar en lugar de estar metido en esa competencia que para mí
no tenía ningún sentido. Esa carencia total de hambre de gloria producía una pesadez
desmesurada, incomprensible en un chico flaco como era yo. Los profesores se
habían instalado en ciertos puntos del recorrido, controlando el curso de la
carrera. Recuerdo sus frases de aliento y sus miradas de lástima cuando yo
pasaba. Creo que hasta caminé en algunas partes cuando nadie me veía. Penando, volví
hasta el playón, donde me desprendieron el papel de color con mi nombre y lo
apilaron con los de mi categoría. Nos quedamos sentados un buen rato en el piso
junto al podio de 3 escalones, todavía vacío, esperando el anuncio de los
ganadores. Sobre una mesa brillaban los trofeos: unas copitas plateadas de base
negra y medallas con cintas azules. Caminando lento se fueron acercando los
profesores. Daban primero los nombres del tercer y del segundo puesto, a
quienes entregaban medallas, y por último el del primer puesto, que se llevaba
una de las copitas. Yo me dedicaba a mirar los árboles, al cielo o a los
pájaros, con la mente perdida en otra cosa, mientras la ceremonia avanzaba como
un murmullo de fondo. En un momento escuché mi nombre. Fue un golpe que me
sobresaltó. Traté de hacer foco en el lugar de dónde provenía la voz que me
seguía llamando, asomándome por encima de varias cabezas que se movían como
buscando algo. Entonces descubrí el podio: solo faltaba ocupar el escalón más
alto. No podía ser. Volvieron a llamarme. Me paré despacio, para ver si la
situación cambiaba. Todos me clavaban la vista, en medio de un silencio que
envolvía a cada uno de los que estábamos ahí. Paso a paso, tuve que avanzar y
subir al primer puesto. En mi mano, adormecida por el asombro, se apoyó, como
en un pase de magia, una de las copas. Nunca había ganado ningún premio:
recordé los estantes en las habitaciones de algunos amigos míos, con pequeños
tenistas o jugadores de fútbol dorados mezclados con autitos y libros. Miré a
todos desde ahí arriba. No sería más de un metro, quizás fuera menos aún, pero
a la vez era como estar sobre una cima inalcanzable. En primera fila estaban
los chicos habilidosos del grupo, los que hacían chistes con los profesores y
capitaneaban los equipos en todos los deportes. “¿Ese ganó?”, preguntó uno de
ellos al amigo incrédulo que estaba a sentado a su lado. Bajé del podio
flotando en una suerte de nebulosa. El mundo que me rodeaba había quedado muy
lejos. Creo que alguien me felicitó. Al rato, mi viejo me vino a buscar. “¿Vos
te ganaste eso, en serio?” preguntó, cuando me vio con la copa en la mano.
Fuimos caminando hasta la salida. Estábamos a pasos de cruzar la puerta del
club y llevar el premio al mundo real, allá donde hubiera servido para validar
ese triunfo insólito. Otra vez escuché mi nombre, esta vez por altoparlantes,
junto a varios nombres más. Tuvimos que volver. Nos explicaron que habían
cometido un error: cuando apilaron los papeles con los nombres en la llegada se
olvidaron de que tenían que invertirlos para que el primero quedara arriba de
todo. Como no lo habían hecho, el primer papel que encontraron fue el mío: el
del último que había llegado. Así se fue el premio, con su verdadero dueño, que
tuvo al fin la copa pero no el podio. Durante ese fin de semana contamos la
historia varias veces, nos reímos y mi viejo se lamentaba de lo único de lo que
podíamos lamentarnos: que alguien se hubiera dado cuenta. Al menos sé que estuve
ahí arriba. Y que me lo gané, perdiendo.
domingo, 27 de diciembre de 2015
Un fantasma recorre las vacaciones
No es el trabajo,
ni la rutina, ni los lugares gastados de tanto verlos y transitarlos. Es lo
que pensamos, lo que decimos, la manera en la que hablamos, las palabras que ya
sabemos que vamos a usar como respuesta a lo que ya sabemos que el otro nos va
a decir. En todo eso está el personaje creado para el guión de lo que llamamos
“nuestra vida”. Ese es el fantasma que no nos deja escapar. Tal vez la única
posibilidad sea fugarse a un escenario donde su existencia no tenga ningún
sentido. Ir a una ciudad en la que nunca estuvimos y donde ninguna persona nos
conozca. Ser nadie otra vez. Convertirse en ese tipo que espera un tren en una
estación, en esa mujer que toma un café y parece tener todo el tiempo del mundo
o en el que le saca fotos a esos edificios que ya no significan nada para los que
están obligados a verlos una y otra vez. Ser otro, pero sin llegar a saber qué
otro. Cambiar a cada paso, en cada calle, en cada nueva esquina. Así se va
deshaciendo el fantasma y comienza a nacer esa sensación etérea que nos
acompaña hasta un tiempo después de que volvemos, hasta que el personaje vuelve
a despertarse y a ocupar su lugar. Es un ciclo que se repite en cada temporada,
con variantes, con resultados mejores o peores, con las marcas que lo dejan
anclado en un momento determinado de la vida. Cada uno de nosotros hace lo que
puede con su fantasma en las vacaciones: sentarlo en una reposera frente a la
playa, hacerle preparar asados para los amigos, llevarlo a caminar por paisajes
alejados o ponerlo de guía en una caravana familiar siempre desordenada.
Algunos se deshacen más y otros menos. Pero todos, en algún momento, creemos
que es posible llegar a ser tan livianos como ese nadie que a veces imaginamos.
jueves, 17 de diciembre de 2015
Cinturón Blanco
Mi paso por las artes marciales fue breve. Y rotundo. Como
fracaso, por supuesto. Yo era un chico de 9 años a comienzos de los '80:
épocas de fascinación con películas de Bruce Lee y la serie Kung Fu. Las artes
marciales ganaban espectacularidad y daban prestigio social. No me salvé. El
intento de mis padres por inculcarme un amor por el deporte que ellos jamás
habían sentido me hizo caer en la clase de yudo del Club San Fernando: ese complejo
equipado para hacer casi todos los deportes existentes que era un paraíso para
los amantes de las actividades físicas, pero que se convertía en una especie de
centro de torturas interminable para mí. Seguramente pensando “vemos si se
engancha y después le compramos el traje” me mandaban a la clase con un
deslucido pantalón marca Diporto azul y con alguna remera que seguramente
tendría una inscripción infamante dado el contexto. El profesor se refería a mí
como “el de civil”. Yo creía interpretar que mi presencia en la clase se debía
a que tenía que aprender a defenderme de alguna cosa en especial, que nunca
entendí bien cuál era. Pasó un tiempo corto, tal vez unas 5 o 6 clases y me
hice acreedor de mi traje con su riguroso cinturón blanco al que jamás lograría
cambiar de color. Creo que habrán pasado unos 3 meses más cuando el profesor
pronunció la aterradora palabra “torneo”. “El sábado torneo, presentarse a las
8”. No recuerdo la hora exacta, pero si recuerdo que era algo contra las leyes
de la naturaleza y de la civilización. Ese día nos llevaron al gimnasio del
piso de arriba, un lugar investido de cierto carácter sagrado: el lugar
reservado a los encuentros “en serio”. Había una gran cama o colchoneta
cuadrada, de un material verde rígido sostenido por sogas blancas, con olor a
cuero y sudor, donde los contendientes se encontraban. Por razones que
habrán resultado válidas en la mente retorcida de los organizadores de aquel
encuentro me tocó enfrentarme con un cinturón verde que me sacaba más de una
cabeza, pesaría 15 kilos más que yo y tenía una de esas porras con rulos que
nadie volvió a ver después de 1984. Para calmar toda ansiedad voy a decir que
me ganó sin hacer ningún esfuerzo. Después de ese encuentro se terminaron las
clases de yudo en el San Fernando. Creo que dije “basta” y a la luz de la
lamentable pelea en el torneo, mis padres tuvieron la dignidad de no insistir. Fin
del capítulo 1. Pasaron unos años. Cuando tenía 13 se me dio por volver a yudo.
Esta vez en un gimnasio cerca de casa, donde también iba mi hermano, más chico
que yo y que había alcanzado el cinturón amarillo en poco tiempo. Debo decir
que esa fue una buena experiencia: el profesor realmente era un gran tipo y
sabía enseñar. El que no sabía aprender era yo, pero de todas maneras fui unos cuantos meses y la pasaba bastante bien. Hasta que un día, a pocos metros
de la puerta del gimnasio, de la oscuridad que ya había a las siete y media de
la tarde en invierno, aparecieron dos chicos: uno de mi edad y otro de unos
16 o 17 años que me encerraron. Plata no
tenía. Lo único que traía era mi bolso Hood naranja con el traje de yudo con su
impoluto cinturón blanco. Se lo llevaron. Me quedé unos instantes parado en la
puerta del gimnasio, hasta que entré y le conté al profesor. Un rato después me
vino a buscar mi viejo. Fin del capítulo 2. Nadie volvió a insistirme con las
artes marciales. Ese final era una demostración de la inutilidad de que yo las
practicara: una actividad pensada para la defensa personal se ve truncada por
el robo del traje para practicarla. Debo decir que nunca me gustaron las
películas de Bruce Lee ni las de artes marciales. Pero sí fui fanático de la
serie Kung Fu. Cada uno tiene su propia manera de ser un pequeño saltamontes.
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