Ser
condenado a vivir lo mismo una y otra vez: esa es la gran amenaza que atraviesa
toda la vida académica, desde el jardín de infantes hasta el momento de lograr
el título universitario. La versión oficial dice que asistimos a instituciones educativas
para aprender. El texto oculto dice que si no respetamos ciertos tiempos y
formas tendremos que volver hacia atrás, cumpliendo con aquello de vivir como
farsa lo que primero fue tragedia: repitiendo la propia historia. Ese es el temor
que aparece en esos sueños de adultos, muchos años después de dejar las aulas,
en los que debemos volver a aprobar materias del primario o del secundario. Ese
es el fantasma que persigue a todos los estudiantes, pero con mucha mayor saña
a los que pasan a los tumbos por la vida escolar. El mismo que inquietaba desde
siempre a los dos amigos que pasaban los recreos charlando en un rincón del
patio del Nacional de San Isidro. Se parecían: los dos eran flacos y altos, con
el pelo largo y no tenían el menor interés en ninguna de las materias del
colegio. Estaban en tercer año y siempre habían aprobado por insistencia
paterna, por el trabajo esmerado de los profesores particulares, porque cada tanto
se esforzaban para que los dejaran de perseguir y porque, en definitiva, no les
quedaba otra. Les interesaba la literatura, pero no los best sellers, las
películas, pero no las que rompían taquillas en el cine y les
interesaba, por sobre todas las cosas, la música, el rock, las canciones, la
vida de los músicos…, ese universo que era una vía de escape a la realidad
mediocre que los rodeaba. Todo eso los apasionaba, pero ni Led Zeppelin, ni
David Bowie, ni Spinetta, ni Charly iban a lograr que alcanzaran los objetivos de
las materias insoportables que tenían que cursar. De más está decir que no escuchaban ninguna banda que estuviera de moda. No eran alumnos problemáticos: los típicos
desmanes y bromas escolares les parecían ridículos, infantiles, cosas de
descerebrados. Simplemente, no le prestaban atención a lo que pasaba. Habían
cruzado todo el año con su estilo: arañando las aprobaciones, aferrándose con
uñas y dientes a la nota milagrosa, al dato salvador, a la carpeta completada a
las apuradas en el final de la tarde del último día. Llegaron, haciendo
carambolas de objetivos y materias dentro de aquel sistema de aprobaciones de
los años 80, hasta diciembre y, por supuesto, se fueron a marzo con el número
justo de materias para no salvarse: 3. Con 2 tocaban el cielo: las previas eran
un problema para más adelante. Pero no pudo ser. Tuvieron que pasar febrero
simulando que estudiaban. Cada uno se jugó a aprobar una materia distinta para
poder pasar: uno fue por matemáticas, el otro por geografía. Ambos tenían que
rendir el mismo día, en horarios diferentes. El primero fue el que había
elegido matemáticas y, contra todos los pronósticos, aprobó, casi a primera
hora, cuando todavía no había conseguido despertarse del todo. Un rato más
tarde, caminando con pasos que buscaban disfrutar de la sombra de los árboles más
que avanzar, llegó su amigo. Era una mañana de principios de marzo y el colegio
transmitía esa sensación de vacío, de calma cercana al naufragio que se respira
siempre en los lugares utilitarios durante los momentos marginales. Luego de
una frase de aliento frente a la puerta del aula sus trayectorias se separaron:
uno fue a enfrentar a la profesora de geografía y el otro a esperar sentado en
el suelo del patio. El afuera se abría como un lugar de tranquilidad para el
que había aprobado. Cada tanto pasaba algún conocido que lo saludaba y se
perdía en los pasillos. Las pocas personas que circulaban por el colegio iban a
un ritmo pausado, como si estuvieran guardando la energía para otro momento.
Algunas voces, también algunas risas, resonaban perdidas en los recovecos del
edificio. Dentro de esa parsimonia que iba llevando a la somnolencia empezó a
crecer un sonido rítmico. Eran golpes lejanos, algo confusos, pero que tomaron
en seguida su forma definitiva de pasos firmes. Abandonando la penumbra de uno
de los pasillos emergió la silueta delgada del que había ido a rendir
geografía. Sus pelos se sacudían, ondulando sin orden, con cada movimiento que
lo impulsaba hacia adelante. De su boca salió una sola palabra, corta y
afilada:
- Repetí.
Cruzó la
puerta del colegio como una sombra. Costaba seguirlo. Su amigo ensayó unas
palabras de consuelo pero se dio cuenta de que era mejor no decir nada. Tenían
que ir hasta la avenida. El empuje enérgico de la caminata se fue perdiendo y entraron
en una lentitud pesada, en un andar sin voluntad que los hacía desplazarse con
indolencia entre la gente. Como en un espejo, cada uno llevaba su mochila
colgando de un solo hombro y eso alteraba su marcha. Esperaron el colectivo
en un mutismo que por momentos se hacía difícil de soportar. Daba la sensación
de que el 60 que tomaron se iba a desarmar bajo el sol del mediodía. Cada
acelerada hacía vibrar la carrocería y sacudía los acrílicos de las ventanas.
El primero que tenía que bajarse era el repetidor. No terminó de levantar la
mano para saludar, cuando vio que su amigo se paraba. “Te acompaño”, le dijo.
El otro no tenía fuerzas para resistirse y en el fondo prefería no estar solo
cuando tuviera que darles la noticia a sus padres. Caminaron las dos cuadras
más largas de sus vidas. Cada baldosa era una antesala del abismo. Ninguno
podía decir nada. El que había repetido parecía estar perdido en una
ensoñación, dentro de un mundo sin emociones. Su cara era como una máscara inmutable.
Hasta que estuvieron a pocos pasos de la puerta. En ese momento el cuerpo del
repetidor se convulsionó en un espasmo veloz. La mente de su amigo proyectó la
escena antes de que sucediera, en esos pocos instantes que le tomó al pie
despegarse del suelo. Así pudo imaginar al repetidor pateando la mochila con un
sonido sordo. Por efecto del golpe los libros la deformarían mientras giraba en
su vuelo y caería, con la tapa impactando en las baldosas, hasta quedar como un
saco informe y sin gracia en el suelo. Esa había sido la proyección mental
hasta que el pie logró de verdad llegar hasta la mochila. Cuando eso sucedió,
en lugar de un golpe sordo, se escuchó un roce fugaz de telas. El dueño de la
patada enfurecida perdió un poco el equilibrio, como si algo no coincidiera con
lo que su cuerpo esperaba. La mochila que voló, lejos de ser ese saco lleno de
libros que apenas podía luchar contra la gravedad, se movió como una lámina, desplazándose
en el aire. Una ráfaga de viento la empujó, haciéndola planear unos metros,
atravesando los rayos de sol que se sacudían inquietos, hasta que se deslizó
con suavidad, acariciando la vereda en un aterrizaje delicado. Ahí quedó,
guardando la única carga que llevaba desde hacía varias semanas: una birome sin
tapa y unas pocas hojas arrugadas. Cuando lograron salir del asombro, ambos lanzaron
una carcajada única, contundente y sincronizada. El vuelo liviano de la mochila
decía mucho más de lo que valía la pena explicar. El repetidor la levantó con
un movimiento lento. Cruzó con su amigo una de esas miradas que siempre
actuaban como puntos de partida. El ciclo volvía a comenzar.