miércoles, 22 de diciembre de 2010

Alta Indefinición

La imagen se ve siempre desde arriba, borroneada, como si fuera el recuerdo de un mal sueño. La voz grave de un periodista nos cuenta lo mismo que estamos viendo, anticipándose unos instantes a lo que va a suceder, como el adivino de un futuro inútil, por estar demasiado cercano. Mucho de lo que relata en realidad no se ve, pasa fuera del campo visual y, por eso, necesita remarcarlo una y otra vez. Cada noche mientras cenamos en nuestras casas o nos adormecemos en el sillón del living, estamos siendo testigos del nacimiento de un nuevo género narrativo: el cuento de cámara de vigilancia, o el relato de seguridad o la crónica video observada, en fin…, ya se verá qué nombre terminará teniendo. No se trata del show de los fugitivos cazados por las fuerzas del orden, con cámaras en helicópteros persiguiéndolos hasta que descubren que no tienen adonde ir, más que hacia delante, porque, en ese caso, el punto de vista viaja con la acción, es decir que los ojos son humanos, crueles, pero humanos. En el caso del relato video vigilado, la cámara está fija y una computadora graba las imágenes, o sea: nadie está mirando en realidad, es un archivo, es una mirada inhumana y por eso el locutor tiene que contar los hechos, traducirlos al lenguaje de las personas. La calidad de las imágenes es baja, apenas mejor que mirar manchas que se mueven, en muchos casos, o, en el mejor de los casos, un blanco y negro respetable. Eso, mientras nos compramos el mejor LCD, para poder ver las imágenes en High Definition, mientras buscamos más megapíxeles para las fotos familiares, mientras el cine busca llevar todo a 3D para que las cosas sean mejores aún que la realidad que vemos todos los días. Las imágenes de las cámaras de seguridad están ubicadas en el mismo lugar que los depósitos y las tuberías de los shoppings: donde no las deberíamos ver. Porque lo que debemos ver son los pasillos impecables, las gráficas de los locales y la imagen prefabricada y cuidada hecha en HD. Pero esas escenas se cuelan, se filtran para mostrarnos aquello que debería estar almacenado en algún disco rígido. Son el inconciente, la pesadilla, el resto de sueño que no sabemos cómo interpretar. Mientras la fantasía nos vende pantallas en las que las escenas nos hacen creer que vienen hacia nosotros, los hechos nos obligan a estar pendientes del punto de vista único, estático y vacío de los monitores.


sábado, 18 de diciembre de 2010

40 años

Diálogo con mi mujer un sábado por la mañana:

- No soporto esta edad: no soy ni joven ni viejo, ni rico ni pobre, ni libre ni esclavo.
- Bueno, acostumbrate, porque nada de eso va a cambiar.
- Sí va a cambiar: algún día voy a ser viejo y pobre.
- Y esclavo.

40 años (final alternativo)

Diálogo con mi mujer un sábado por la mañana:

- No soporto esta edad: no soy ni joven ni viejo, ni rico ni pobre, ni libre ni esclavo.
- Bueno, acostumbrate, porque nada de eso va a cambiar.
- Sí va a cambiar: algún día voy a ser viejo y pobre.
- Y libre.


martes, 14 de diciembre de 2010

Menú Global

El mundo en el que vivimos puede explicarse con una bandeja en la mano. No el mundo tal como es, sino la visión, la interpretación, la síntesis de la idea de mundo que en estos tiempos circula por todo el planeta. Recomiendo sostener la bandeja en el centro del patio de comidas de Unicenter para comprobar esta afirmación a lo mejor demasiado audaz. Frente a nosotros, en el lugar hacia el que deben concluir todas las trayectorias, tanto las visuales como las físicas, están los cines: hagamos lo que hagamos, nuestro destino es ser espectadores. Pero no es cualquier cine, son salas que van mejorando la tecnología para estimular cada vez mejor nuestros sentidos, ya que se especializan en proyectar películas que no tienen la capacidad de estimular las ideas. Flanqueando esa entrada, están los reyes de la alimentación global, el punto de referencia del único sistema de alimentación que llega en serio a todos los confines de la Tierra: a la izquierda, Burger King, a la derecha, McDonald´s. Ellos marcan el camino, y los demás los siguen. Y eso puede verse en la progresión de negocios que funciona como una representación gráfica de cómo las culturas del mundo siguen las tendencias dominantes. El lateral que comienza con McDonald´s, sigue con Sensu, un lugar que sin duda atrae a los miles de admiradores de la tradición imperial japonesa que circulan por el shopping. Seguimos el recorrido geoalimenticio con Mondo Spaguetti, un nombre que deja en claro el carácter de caricatura rimbombante que se le otorga a la italianidad. A su lado, Brioche Dorée destila ese mismo carácter de reducción a lo simple, destacando el supuesto refinamiento francés. Un simpático e inofensivo Magic Dragon asimila una historia milenaria a la imagen de un animal inexistente, tal vez porque sea mejor pensar que esa ferocidad es nada más que un cuento. Como una suerte de transición, Wok acerca la orientalidad hacia nuestra cultura, para seguir con Ave César, que, por las dudas, envía sus loas a un emperador, aunque se trate de uno que desapareció hace ya muchos siglos. Sigue Arabian´s King, así, en inglés, como para dejar en claro en qué universidades pudo haber estudiado ese rey. Tal vez por eso esté a su lado Deli Ranch, que no es tan ranch porque ahí pegado tiene nada menos que a El Facón, que parece defender a los gritos el honor patrio, alzando esa arma gaucha contra todos los que vengan de afuera, no importan cuántos sean. Tentissimo, la reafirmación del crisol de razas, cierra ese lateral. Al otro lado, siguiendo a Burger King, aparece una suerte de camino latinoamericano o, mejor dicho, de paseo por distintos barrios latinos: primero, el barrio mexicano de Los Ángeles, representado por Californa Burrito Company, después, el barrio argentino con su picardía y su simpatía de la mano de Beto´s Lomitos, con su compinche Mostaza ubicado a unos pocos pasos, todos ellos sin duda mal mirados desde el cuidado ambiente estilo barrio country o barrio norte de Munchis y Freddo. A lo mejor, pienso, ya es algo anticuado seguir hablando de globalización o tomar a un blanco tan fácil como un shopping para sacar conclusiones de las representaciones más llanas del mundo. Puede ser. En definitiva, eso es lo que pasa con las cosas que ya están masticadas y digeridas por completo.


viernes, 10 de septiembre de 2010

Dijeron que iba a llover

Los íconos simples, infantiles, que se despliegan sobre animaciones pulcras desde las pantallas brillantes, las tablas coloridas con los horarios probables de las “precipitaciones”, listas para ser consultadas en todo momento, los gráficos con movimientos de espasmo creados para mostrar la posición satelital de las nubes, todo eso, tan a mano, tan dispuesto para que podamos programar nuestro día, no tiene nada que ver con estos pantalones pegoteados, con las medias heladas, con la campera de hilo estirada, con el intento que siempre fracasa de usar el bolso como paraguas. La cara que puso la mujer que salió del local de venta de cotillón, a lo mejor con un gesto parecido al que un rato antes le había dedicado a una figura de porcelana fría o de plástico, fue de sorpresa, de cierta indignación. “¿Cómo puede llover así?”. Así, sin piedad, fuera de programa, golpeando contra la vidriera del bar que me quedó enfrente, justo en la esquina en diagonal, mostrándome un adentro seguro ante tanta impunidad del afuera. Podría estar sentado en una mesa, mirando como las gotas se quiebran contra el vidrio, pero no, estoy del lado de la lluvia, del lado de la violencia sin pudor de la naturaleza. No va a parar. Sigo caminando lo más pegado a las paredes que puedo y me voy dando cuenta de que los edificios modernos están construidos hacia adentro. Los balcones ya no cuelgan: se hunden, los frentes están alejados, rompiendo la línea de las casas más viejas. Los edificios modernos sólo dan refugio a los de adentro, rechazando a los de afuera, haciendo más duro el afuera con puertas o portones automáticos que caen rectos sobre la vereda, sin dejar huecos para esconderse. Pero la lluvia es afuera impertinente, afuera chapoteante, molesto, siempre inoportuno. Afuera que no respeta ni ceramicoles brillantes de porteros amantes del orden, ni lustrados con silicona de lavaderos de auto con pretensiones de spa. Llego a la avenida y busco un adentro bendecido por un logo luminoso, con mesas de colores y sillas fijas al suelo, como para que nadie dude adonde tiene que sentarse, con comida envuelta en papel y café en vasos de telgopor. En la puerta, un tipo de traje espera, mirando la avenida barrida por el agua. No es la espera de que algo empiece, ni de que alguien llegue, ni de que un programa se cumpla, es la quietud del que sabe que no puede luchar contra una fuerza superior a él, una forma de espera que no existe casi en ninguna otra situación. No hay a quien reclamarle: está lloviendo, y así va a ser hasta que se termine. No hay horario de arribo, no hay fecha de entrega, no hay tiempo límite. Hay, tan sólo, una fuerza fuera de control que no acepta que nadie le imponga nada. Habrá que quedarse adentro hasta que llegue el momento, siempre inevitable, de tener que salir.


sábado, 4 de septiembre de 2010

Negocios Secretos

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Lo peor de todo no es haber asesinado a un hombre. Lo peor de todo es que nadie, jamás, sospechó de mí.
Ya pasaron muchos años de aquello, pero no ha transcurrido un solo día en el que no haya pensado en mi crimen. En realidad, mi mente dispara imágenes fragmentadas de lo sucedido aquella noche cuando alguna situación, por mínima que sea, se asocia con el momento en el que cometí el hecho. O con la víctima.
La víctima, Abel, era entonces mi socio, mi amigo, casi mi hermano. En medio de una amarga discusión, lo ayude a cumplir con el destino bíblico de su nombre.
Nos conocíamos de chicos. Éramos amigos del barrio. Él era el niño frágil, de familia de plata, y yo el chico fuerte y entusiasta de padres trabajadores que siempre lo defendía. Abel había nacido con una malformación en los pies y debía caminar de por vida con muletas. Eso, sumado a sus anteojos, lo convertía en el blanco de todas las cargadas. Nos volvimos compañeros inseparables: yo lo cuidaba y él me ayudaba con mis tareas. Vivíamos en una época en que trabajadores y gente un poco mejor acomodada podían vivir en un mismo barrio, ir a la misma escuela e imaginar un futuro en común. Y eso fue lo que hicimos durante toda nuestra infancia y nuestra adolescencia. Lo único que nos separaba era el mudo resentimiento que me causaba la cómoda situación económica de su familia, el prestigio que le daba tener un papá doctor. Pero eso no impidió que decidiéramos ir juntos a la facultad de ciencias económicas y que, una vez allí, comenzáramos a proyectar nuestra propia empresa de transporte. Unos pocos años después, siendo todavía estudiantes, pudimos concretar nuestra idea, cuando el padre de Abel nos prestó el dinero para la primera camioneta.
Trabajamos duro en esos años, con una dedicación que sólo da el deseo juvenil de cumplir un sueño, sin importar horarios ni capacidades físicas. Dos años después, teníamos cuatro camionetas y pudimos comprar el primer camión. A partir de ese momento, pudimos conseguir contratos más importantes, facturar más, comprar nuevos vehículos. Para cuando me recibí (unos meses después que Abel), ya ganaba más del triple de lo que ganaba mi padre con su sueldo de operario calificado. Él, lejos de sentirse inferior por ello, me miraba con admiración, veía coronado en mí todo el esfuerzo de su vida. Sus ojos cansados, hastiados de pararse frente a la misma máquina de ensamblaje durante casi tres décadas, reflejaban un orgullo que le era imposible disimular.
Para cuando nuestra empresa cumplió sus primeros cinco años, yo estaba aprendiendo a disfrutar de la buena vida. Tenía mi auto cero kilómetro, iba a los lugares de moda, conquistaba mujeres, había comenzado a jugar deportes con prestigio social, como el tenis, y podía comprarme ropa de marca. Por primera vez en la vida, me sentía igual que Abel. Ahora yo también tenía dinero, mi dinero, y veía mi futuro como un camino directo hacia la fortuna. Además, yo era quien más empuje daba a la empresa. Era yo quien estaba ahí en forma permanente, controlando los camiones, hablando con los clientes, discutiendo con los empleados, mientras Abel, por su limitación física, cumplía un rol más distante, más teórico, pensando en el rumbo general de la empresa, elaborando los planes que luego yo llevaba a la práctica día tras día.
Por eso fue que me tomé la libertad de quedarme con más dinero del que me correspondía. Me parecía justo. Sólo se trataba de cambiar algunos números en ciertas boletas, de apropiarse de cheques y alterar los recibos. Era muy sencillo. Por otro lado, a Abel jamás se le hubiera ocurrido controlarme. O eso pensaba yo, hasta aquella lejana noche en la que mi vida cambió para siempre.
Me acuerdo que Abel me pidió que fuera esa noche a su casa. Me dijo que necesitaba hablar conmigo de algo muy importante. Imaginé que tal vez tuviera un problema de salud (siempre los tenía), o algún inconveniente para acercarse a alguna chica (algo que era también muy común en él). Recuerdo que llegué a eso de las nueve. El doctor y su esposa habían salido, así que Abel estaba solo. A pesar de tener casi treinta años, vivía todavía con sus padres en el chalet de dos plantas que seguía siendo la envidia del barrio. Estacioné frente a su casa. Miré con cierta melancolía la calle, iluminada por la luz de la luna llena, donde solíamos jugar de niños. Mis padres vivían a sólo dos cuadras de distancia. Mientras caminaba hacia la puerta principal, me llené los pulmones con el ya casi primaveral aroma que flotaba en el aire. Toqué el timbre. Escuché el andar de Abel, inconfundible por el torpe compás de la muleta. Abrió la puerta. Estaba muy serio.
- Pasá y cerrá la puerta- dijo, modo de saludo.
Caminé tras él, hasta la mesa del living comedor, majestuosa, de madera oscura y sillas elegantes. La única luz encendida en la habitación era una pequeña lámpara, apoyada sobre un secreter. Abel se sentó en una de las cabeceras de la mesa, frente a una serie de papeles desparramados, a los que no presté atención en un primer momento. La lámpara apenas iluminaba su rostro, cubierto de sombras. Sin decir nada, empujó los papeles hacia mí, con desdén.
- ¿Qué es esto? - preguntó al fin.
Los tomé para verlos de cerca. La escasa luz me impedía leer con claridad. Pero no necesité demasiado para comprender lo que estaba sucediendo. Abel había descubierto las facturas alteradas, los recibos modificados. Me di cuenta que había una serie de cheques, que sin duda había encontrado en mi oficina, apilados a un costado de la mesa. Mi mano se abrió, dejando caer los papeles al piso.
- Pensé que éramos amigos- dijo Abel.
Supuse que debía contestar algo, pero no tenía ganas de hacerlo. Me sorprendí al darme cuenta que no sentía culpa, ni arrepentimiento, ni nada. Por un instante, me sentí poderoso. Desde mi extraño lugar de poder, veía como los ojos de Abel se llenaban de lágrimas.
- ¡Se acabó la sociedad! ¡Andate! ¡La empresa terminó para vos!- gritó.
Lo miré con indiferencia. Me di cuenta de que en mi rostro se había dibujado una estúpida media sonrisa.
- ¡Andate!- volvió a gritar. Percibí la impotencia en su voz. Caminé muy despacio hasta donde estaba él. Empezó a mirarme con miedo. Las muletas estaban apoyadas junto a su silla. Tomé una de ellas. La madera clara, suave y ortopédica ejercía una obsesiva atracción sobre mi mano, que no podía dejar de acariciarla.
- Escuchame...todavía podemos arreglar algo...un alejamiento decoroso...-dijo Abel. Pero yo sabía que no podíamos arreglar nada, que era mi fin. Sabía que en cuanto yo me fuera, los abogados del padre de Abel comenzarían a trabajar y, entonces sería adiós empresa, adiós dinero, adiós futuro para mí.
Descargué la muleta con toda mi fuerza sobre la cabeza de Abel, que inútilmente intentó cubrirse con un brazo. Cayó hacia delante, manchando de sangre el cristal que cubría la mesa. Por las dudas, descargué varios golpes más. La sangre corría, incontenible, manchando los papeles que Abel nunca debió haber visto. Me alejé dos pasos, para contemplar la escena. En ese instante tomé conciencia de lo que había hecho. De lo irreparable, definitorio y absoluto de mi acto criminal Mis sienes comenzaron a latir con fuerza. De golpe, casi no podía respirar, porque el aire no llegaba hasta mis pulmones. Atropelladamente, recogí todos los papeles y los cheques que estaban en la mesa y salí corriendo de la casa de Abel. Prender el motor del auto me dio más trabajo que de costumbre. Intenté una, dos, tres, cuatro veces, hasta que arrancó. Conduje a toda velocidad, pasando los semáforos en rojo. Un sudor helado cubría mi cuerpo. Dejé el auto mal estacionado sobre la esquina, y ni siquiera lo cerré con llave. Subí corriendo hasta mi departamento en el sexto piso. Una vez dentro, me quité el abrigo y me di cuenta de que la sangre de Abel lo había manchado. En realidad, toda mi ropa estaba salpicada. Durante horas, caminé de un lado a otro de la habitación. A medida que el tiempo pasaba, mi mente se iba aclarando. Fui dándome cuenta que había hecho todo mal desde el principio: mi auto había estado estacionado frente a su casa, ninguna cerradura había sido forzada, mis huellas estaban sobre el arma asesina, mi ropa estaba manchada con su sangre, los papeles que me comprometían, también ensangrentados, habían quedado en el piso de mi coche y tal vez algún vecino me había visto escapar a toda velocidad de la casa. Sólo era cuestión de tiempo para que vinieran por mí.
Ese pensamiento me resultó tranquilizador. Ya todo estaba perdido. No tenía forma de defenderme. Me senté en el sillón del living. Desde mi departamento se podía ver, a lo lejos, el reflejo de la luna sobre el Río de La Plata. La adrenalina me abandonó y la fatiga me hizo caer en un sueño profundo.
El sonido del timbre me sobresaltó, despertándome. Alguien tocaba una y otra vez, con evidentes intenciones de despertarme. Eran las siete y media de la mañana.
- ¿Quién es?- pregunté.
- La policía. Tenemos que hablar con usted- contestó una voz seca, enérgica.
- Ya voy- dije. Corrí hasta la habitación, y me quité la ropa ensangrentada. Me puse una bata, las alpargatas, y me mojé el rostro. Sin duda, mi suerte estaba echada. Abrí la puerta. Dos hombres de aspecto muy parecido entre sí, con pelo engominado y denso bigote oscuro me miraban con expresión grave. Dijeron mi nombre. Asentí con la cabeza.
- Tenemos que hablar con usted ¿podemos entrar?- dijo el que estaba parado más adelante. Con un gesto, les indiqué que pasaran. Entraron y se quedaron de pie en medio del living. No parecía un arresto muy violento.
- Anoche asesinaron a su socio- dijo el otro tipo.
Abrí los ojos, con fingida sorpresa.
- ¿Abel? ¿muerto?- pregunté. Esperaba por respuesta algo como "no se haga el idiota, sabemos todo"
- Parece que entraron ladrones, a la noche, él estaba solo en su casa, le pegaron con una de sus muletas, y se llevaron documentación de la empresa y valores, según dijeron sus padres, que lo vieron trabajando cuando salieron. Queremos saber si usted tiene sospechas sobre alguna persona que desee hacerle daño a Abel, a usted o a su empresa- dijo el tipo que había hablado primero. Era difícil saber quién era quién. Mi sorpresa era tal, que no podía contestar.
- Pero...-dije al fin- ¿Cómo puede ser?...-
- Entendemos muy bien su situación- dijo alguno de los dos- Es una noticia terrible. Tómese unas horas. Si se acuerda de algo, llámenos a este número.
El tipo sacó de su abrigo una tarjeta con un número telefónico escrito con birome. Luego, pidieron permiso para retirarse, y se fueron sin decir más.
Durante las primeras horas de la mañana, me pareció estar viviendo un sueño sin sentido. Todo el mundo me daba el pésame, me abrazaba, me decía "hay que seguir adelante". No se cómo ni por qué fui hasta la casa de los padres de Abel y lloré con ellos, allí donde yo le había quitado la vida a su hijo. Después, hablé con la policía. Me confirmaron que se trataba de un robo, me dijeron que trabajarían hasta las últimas consecuencias para esclarecer el caso. Como amigo más cercano de Abel, como hermano de la vida que había sido yo para él, que era único hijo, me encargué de retirar el cuerpo de la morgue luego de la autopsia y de organizar el funeral y el entierro.
Aquel sueño insensato, desagradable, que comenzó aquella mañana en la que el destino me volvió impune, nunca terminó. La empresa siguió adelante. El padre de Abel me cedió sus acciones. Me transformé en un hombre rico y bien relacionado gracias a sus contactos. Mi vida fue modelo de éxito para otros. Con los años, aprendí a convivir con las imágenes de aquella noche, que se niegan a desaparecer, que cada día parecen estar más vivas y que me recuerdan siempre que estoy usurpando la vida de otro hombre. En el fondo, sólo deseo que el engaño termine, y que alguien descubra mi secreto alguna vez, librándome por fin de la imagen de Abel, con la cabeza destrozada, desangrándose sobre la mesa de madera oscura de la casa de sus padres. Cada vez que ese cuadro aparece ante mí, me aíslo de todo por unos instantes, me vuelvo sordo a lo que pasa a mi alrededor. La realidad se vuelve un murmullo lejano.
Tal como sucede en este preciso momento, en el que el murmullo se va haciendo cada vez más claro, más definido, sacándome de mi trance. Y me doy cuenta de que estoy rodeado de gente que aplaude. Y debo entonces ponerme de pie, tomar mis muletas y caminar hacia el estrado, donde esperan mi discurso para conmemorar los cuarenta años de la empresa.


La Política del Banco

Cada vez que tengo que ir al banco siento el mismo hastío, el mismo aburrimiento, la misma frialdad extrema en esa institución que se basa en la sola existencia del dinero. Pero mis obligaciones no me dejan más remedio que enfrentarme a la puerta vidriada, flanqueada por afiches ilustrados con fotografías de gente que simula ser perfecta para que los demás, los que no pueden disimular sus escandalosas imperfecciones, se endeuden de algún modo para lograr, aunque sea por un instante, parecerse a esa imagen donde un grupo de modelos, arbitrariamente ubicados según las especificaciones de un fotógrafo, pretende ser quién no es, ni nunca será. En fin, allí estoy, frente a la puerta vidriada, de bordes metálicos, plana, impersonal, y debo empujarla para ingresar al recinto. Una vez adentro, encuentro el panorama de siempre: los clientes, que esperan el turno para pasar a las cajas, tienen que formar una ronda que baila al ritmo de la orquesta típica centroamericana, ubicada a sobre una tarima, por cierto de madera de excelente calidad. Las reglas son muy estrictas: nadie debe perder el paso, el que lo haga, ya no podrá ser atendido. Así que, dándose las manos, transpirando, intentando sostener carpetas y maletines, hombres, mujeres, jóvenes cadetes de aspecto rebelde, personas de todas las edades, se lanzan al frenesí del mambo, la salsa, la rumba, girando como locos, siempre en el mismo sentido, tal como lo indica la norma. Cada tanto, algún afortunado es llamado por uno de los cajeros. El elegido sale de la ronda y se acerca, aliviado, para realizar su trámite. El cajero, vestido con traje de domador de leones, le da una cachetada suave y le regala un caramelo, para recién después empezar a atenderlo. Como es de esperarse, los cajeros son tenores experimentados que entonan alguna ópera (en general Madame Butterfly, de Puccini, pero a veces algún temerario prefiere Farnace, de Vivaldi), mientras dan trazos impresionistas sobre los papeles, antes de sellarlos y guardarlos en un sobre perfumado, de color ámbar, con guardas celtas. Entonces sí, el cliente puede retirarse, pasando por la pista de patinaje artístico, donde los oficiales de cuentas lo califican y le dan su medalla o bien consejos para mejorar su técnica antes de que crucen la puerta.
Cada vez que salgo, vuelvo a encontrar los afiches y leo, indignado, el slogan absurdo que esgrimen con total desfachatez: “Un banco distinto”.
“Qué estafa”, pienso. Y me alejo, tarareando una rumba.


La Vuelta de la Vida

Dos burros de mirada desorbitada, una locomotora, un banco de plaza de dimensiones reducidas, un tanque de guerra, un auto, dos cisnes con montura, una especie de nave espacial individual, dos caballos con las patas de adelante levantadas… Todo eso, girando en una secuencia interminable donde los objetos permanecen y lo único que cambia son los pasajeros. Desde los paneles del centro, que esconden el motor, nos miran Mickey, Blancanieves, Shreck, o cualquier otro personaje de éxito masivo, la mayor parte de las veces despintado, contemplando ese desfile absurdo desde un punto de vista vedado tanto para los padres como para los chicos que dan vueltas en la calesita. La calesita (o tiovivo, o a veces carrousel, aunque en realidad el carrousel es una especie de calesita premium, con personajes pintados con más detalles, luces y con el centro cerrado, unido al piso que gira) es un viaje que va mucho más lejos que la repetición circular que aparenta, porque la mente se va despegando de la realidad a medida que las figuras en apariencia inconciliables que la conforman van repitiendo su ciclo, y en cada pasada vamos levantando al mano como hipnotizados cuando pasan nuestros hijos, sobrinos, nietos, o cualquier otro niño plausible de ser llevado de paseo, pero la mente ya no está ahí, porque eso que parece un rejunte de figuras sin sentido, un amalgama de objetos sin ninguna armonía, tal vez sea un estudiado trabajo de símbolos, ordenados para que se nos graben en el subconsciente, por el resto de nuestra existencia, los principios que deben regir la civilización humana. Entonces, en realidad, la incomprensible sucesión de locomotoras, cisnes, naves espaciales, bancos de plaza, caballos, aviones y demás, podría representar el devenir de la Historia, servido en bandeja móvil para nosotros. Lo que estamos viendo es una síntesis que nos dice: revolución industrial (el tren), mitología (los cisnes), guerra (el tanque), vejez (el banco de plaza), petróleo como base de la economía mundial (el autito), conquista del mundo a cargo de ejércitos invasores desde los comienzos de la Historia y necesidad épica del heroísmo en nuestras vidas (los caballos), pueblos que se mantienen en la economía de subsistencia (los burritos), la modernidad iniciada en el Renacimiento llevando al hombre hasta los cielos y ampliando las posibilidades más allá de lo imaginable (el avión y la nave espacial), y así cada uno de ellos. Quizás resulte lógico preguntarse qué extraña hermandad secreta se tomaría el trabajo de adornar las calesitas del mundo con un mensaje cifrado para que millones de personas acaten sin saberlo un determinado orden establecido (y pienso que podrían llamarse “Carruselios”, al estilo Código Da Vinci), pero no es menos pertinente preguntarse por qué esos objetos incongruentes siguen girando, atrayendo a los niños generación tras generación, a pesar de la continua aparición de nuevos divertimentos.
Se que voy a volver con mis hijos, tal como lo van a hacer millones de personas. Ahí vamos a estar de nuevo, frente al ciclo interminable, aturdidos por la música que siempre viene desde parlantes saturados, confundidos por la procesión extravagante que jamás termina, y entusiasmados por la ambición, apenas disimulada en su forma de sortija.


Verano en el Parador Heidegger

-Diego, ¿vos has leído a Heidegger?
La pregunta es bastante inusual para una abuela. Y a lo mejor también para alguien de 92 años. O casi me animo a decir que para cualquier persona. Pero a mi me la hizo mi abuela de 92 años en diciembre. Eso da una pincelada bastante precisa de la personalidad de la señora, que rompe el molde de los estereotipos establecidos para las abuelas, al menos en estas latitudes, y con seguridad en algunas otras.
La pregunta fue formulada así, usando el auxiliar del presente perfecto del modo indicativo (lo tuve que chequear antes, obvio. O mejor: lo he debido chequear antes, para estar más a tono con la cuestión) combinado con el voceo argentino típico, una modalidad que ya le escuché antes a ella, y también a mi abuelo (de 91 años, o sea: más joven), que sentado en el sillón a nuestras espaldas no tiene pensado leer a Heidegger, ni a ninguna otra cosa que se le parezca.
Le contesto que no, y entonces me da el regalo: un ejemplar de “¿Qué significa pensar?”, de Martin Heidegger.
Sé que me interesa leerlo, y le digo que lo voy a llevar a mis vacaciones. Sé, por otro lado, que podría terminar con la cabeza enterrada en la arena caliente de los médanos intentando alivianar un poco el efecto de un texto como ese.
Así es como el libro viajó conmigo a la costa, en la misma mochila que los demás libros reservados para la playa. Convengamos que la imagen de una persona, abajo de la sombrilla (sí: tengo sombrilla), frente al mar lleno de gente, leyendo a uno de los filósofos más influyentes y cuestionados del siglo XX (es lo que decía la solapa) es interesante, pero no pudo ser: la tarea de padre se impuso, lo que significa que tuve que acompañar a mi hijo cada vez que le nacía el impulso de meterse al mar, de ir a los médanos, de jugar con otros chicos, de ir al mar de nuevo, a los médanos otra vez, a jugar con chicos, y así todos los días. En los momentos para leer, como la siesta o la noche, los otros libros ganaron la pulseada. En definitiva, mi hijo mayor y las otras lecturas me salvaron, ayudándome a alejar el momento de enfrentarme a Heidegger, que volvió en la misma mochila, junto a sus compañeros de viaje que pasaron a la categoría de libros leídos y que llegaron a Buenos Aires para ocupar su lugar merecido en los estantes de la biblioteca.
Ahí sigue entonces Heidegger, en mi mesa de luz. Todavía no lo leí. O bien: aún no lo he leído. Espera, mientras yo intento maniobras evasivas, como leer otros libros, mirar películas o perderme en el vértigo del zapping sin fin. Pero para él eso no es un problema: después de todo, el tiempo parece estar de su lado.