Habíamos perdido
el paraíso. Lo sentíamos cerca: sus árboles frescos, sus veredas que llevaban a
la libertad, sus caminos abiertos. Pero durante esa hora, tal vez hora y media,
se nos negaba a cada uno de los que estábamos ahí. El motivo era tan injusto
como inapelable: no pensábamos ir por ningún motivo a la misa anual que
organizaba el colegio: un bachillerato común, privado, medio pelo y que, se suponía,
no era religioso. Pero todos los años había una misa y la única posibilidad de
no asistir era llevar una autorización de los padres: un permiso para la
negación. Los que no íbamos teníamos que permanecer, durante el mismo tiempo
que duraba la misa, esperando para irnos a casa. La suma de judíos,
evangelistas, ateos y otras yerbas era, casi de manera milagrosa, la justa para
caber en una misma aula. Yo estaba en el grupo de ateos reconocidos que no
habían optado por el facilismo y la hipocresía de frases como “es un rato, te
bancás la misa y te vas a tu casa”, discurso que también compartían los que se
querían hacer los superados pero en el fondo preferían no desafiar la ira
bíblica. Así que ahí estábamos. Con varios ya nos conocíamos. Hacíamos chistes
y no nos tomábamos la situación en serio. Al menos no los ateos. Y tampoco los
judíos. Había algunas versiones atípicas de cristianos que trataban de
explicarnos en qué creían. Para mí la cosa no pasaba de ridícula, pero con el
tiempo fui dándome cuenta de que no debió haber sido así para algunos de los
que se quedaron encerrados con nosotros. Recuerdo a dos hermanos, grandotes, parecidos,
creo que era mellizos, que nos miraban y se reían de manera nerviosa, sin
hablar. Tengo la idea de que dijeron ser menonitas o algo por el estilo.
Imagino la tortura que habrá sido para ellos haber quedado rodeados de los
peores herejes de la Tierra, por un lado los que se tomaban a la liviana
cualquier tipo de creencia, por otro los que profesaban una fe equivocada,
inspirada sin dudas por fuerzas oscuras. Y todos ellos haciendo chistes
estúpidos, inimaginables. Ninguna escritura sagrada podía protegerlos contra
eso. Pienso en sus padres optando por un colegio laico, creyendo que el único
percance sería una misa anual que podía evitarse con facilidad, para que sus
hijos terminaran rodeados de un seleccionado de activistas del mal. O quizás
nadie lo llegó a ver así nunca y no éramos más que un grupo de adolescentes
retenidos en el colegio por un motivo absurdo, esperando que nuestro cancerbero
viniera, como todos los años, a decirnos “listo, chicos, se pueden ir”. Siempre
se quedaba el mismo directivo de la escuela. Estoy seguro de que los renegados
de la misa le dábamos la mejor excusa posible para no tener que aburrirse en la
iglesia, poder leer el diario tranquilo, fumarse un par de cigarrillos y dejar
pasar la mañana sin hacer nada. Cuando se cumplía el tiempo, o cuando ya habría
repasado por quinta vez la misma noticia deportiva, venía a avisarnos que
podíamos salir, que otra vez éramos libres. Cruzábamos la puerta de la escuela
con alivio y con la rara sensación de ser pocos, distinguiendo el sonido de nuestros
pasos en las baldosas lustrosas. Una vez afuera, nos alejábamos sin continuar
ninguna de las conversaciones de adentro, apenas saludando a nuestros
compañeros casuales de prisión, buscando la libertad de aquellas tardes interminables
que siempre fueron nuestro verdadero cielo.
Creo que mi mayor logro deportivo, espiritual e intelectual, es haber formado parte de este seleccionado de activistas del mal. Me siento realizado!!!!
ResponderEliminarQue bueno!!
ResponderEliminarXq,encerrados?contaminaban x no ser del rebaño mando,o debían exorcizar los???Xq sencillamente no los dejaban retirarse!!
ResponderEliminarCreo que el argumento que usaban es que dentro del horario escolar no podían dejarnos ir.
EliminarManso
ResponderEliminarmuy lindo retrato del momento, Diego.
ResponderEliminarGracias, Marcos, abrazo grande!
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