domingo, 27 de diciembre de 2015

Un fantasma recorre las vacaciones

No es el trabajo, ni la rutina, ni los lugares gastados de tanto verlos y transitarlos. Es lo que pensamos, lo que decimos, la manera en la que hablamos, las palabras que ya sabemos que vamos a usar como respuesta a lo que ya sabemos que el otro nos va a decir. En todo eso está el personaje creado para el guión de lo que llamamos “nuestra vida”. Ese es el fantasma que no nos deja escapar. Tal vez la única posibilidad sea fugarse a un escenario donde su existencia no tenga ningún sentido. Ir a una ciudad en la que nunca estuvimos y donde ninguna persona nos conozca. Ser nadie otra vez. Convertirse en ese tipo que espera un tren en una estación, en esa mujer que toma un café y parece tener todo el tiempo del mundo o en el que le saca fotos a esos edificios que ya no significan nada para los que están obligados a verlos una y otra vez. Ser otro, pero sin llegar a saber qué otro. Cambiar a cada paso, en cada calle, en cada nueva esquina. Así se va deshaciendo el fantasma y comienza a nacer esa sensación etérea que nos acompaña hasta un tiempo después de que volvemos, hasta que el personaje vuelve a despertarse y a ocupar su lugar. Es un ciclo que se repite en cada temporada, con variantes, con resultados mejores o peores, con las marcas que lo dejan anclado en un momento determinado de la vida. Cada uno de nosotros hace lo que puede con su fantasma en las vacaciones: sentarlo en una reposera frente a la playa, hacerle preparar asados para los amigos, llevarlo a caminar por paisajes alejados o ponerlo de guía en una caravana familiar siempre desordenada. Algunos se deshacen más y otros menos. Pero todos, en algún momento, creemos que es posible llegar a ser tan livianos como ese nadie que a veces imaginamos.


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