jueves, 17 de diciembre de 2015

Cinturón Blanco

Mi paso por las artes marciales fue breve. Y rotundo. Como fracaso, por supuesto. Yo era un chico de 9 años a comienzos de los '80: épocas de fascinación con películas de Bruce Lee y la serie Kung Fu. Las artes marciales ganaban espectacularidad y daban prestigio social. No me salvé. El intento de mis padres por inculcarme un amor por el deporte que ellos jamás habían sentido me hizo caer en la clase de yudo del Club San Fernando: ese complejo equipado para hacer casi todos los deportes existentes que era un paraíso para los amantes de las actividades físicas, pero que se convertía en una especie de centro de torturas interminable para mí. Seguramente pensando “vemos si se engancha y después le compramos el traje” me mandaban a la clase con un deslucido pantalón marca Diporto azul y con alguna remera que seguramente tendría una inscripción infamante dado el contexto. El profesor se refería a mí como “el de civil”. Yo creía interpretar que mi presencia en la clase se debía a que tenía que aprender a defenderme de alguna cosa en especial, que nunca entendí bien cuál era. Pasó un tiempo corto, tal vez unas 5 o 6 clases y me hice acreedor de mi traje con su riguroso cinturón blanco al que jamás lograría cambiar de color. Creo que habrán pasado unos 3 meses más cuando el profesor pronunció la aterradora palabra “torneo”. “El sábado torneo, presentarse a las 8”. No recuerdo la hora exacta, pero si recuerdo que era algo contra las leyes de la naturaleza y de la civilización. Ese día nos llevaron al gimnasio del piso de arriba, un lugar investido de cierto carácter sagrado: el lugar reservado a los encuentros “en serio”. Había una gran cama o colchoneta cuadrada, de un material verde rígido sostenido por sogas blancas, con olor a cuero y sudor, donde los contendientes se encontraban. Por razones que habrán resultado válidas en la mente retorcida de los organizadores de aquel encuentro me tocó enfrentarme con un cinturón verde que me sacaba más de una cabeza, pesaría 15 kilos más que yo y tenía una de esas porras con rulos que nadie volvió a ver después de 1984. Para calmar toda ansiedad voy a decir que me ganó sin hacer ningún esfuerzo. Después de ese encuentro se terminaron las clases de yudo en el San Fernando. Creo que dije “basta” y a la luz de la lamentable pelea en el torneo, mis padres tuvieron la dignidad de no insistir. Fin del capítulo 1. Pasaron unos años. Cuando tenía 13 se me dio por volver a yudo. Esta vez en un gimnasio cerca de casa, donde también iba mi hermano, más chico que yo y que había alcanzado el cinturón amarillo en poco tiempo. Debo decir que esa fue una buena experiencia: el profesor realmente era un gran tipo y sabía enseñar. El que no sabía aprender era yo, pero de todas maneras fui unos cuantos meses y la pasaba bastante bien. Hasta que un día, a pocos metros de la puerta del gimnasio, de la oscuridad que ya había a las siete y media de la tarde en invierno, aparecieron dos chicos: uno de mi edad y otro de unos 16  o 17 años que me encerraron. Plata no tenía. Lo único que traía era mi bolso Hood naranja con el traje de yudo con su impoluto cinturón blanco. Se lo llevaron. Me quedé unos instantes parado en la puerta del gimnasio, hasta que entré y le conté al profesor. Un rato después me vino a buscar mi viejo. Fin del capítulo 2. Nadie volvió a insistirme con las artes marciales. Ese final era una demostración de la inutilidad de que yo las practicara: una actividad pensada para la defensa personal se ve truncada por el robo del traje para practicarla. Debo decir que nunca me gustaron las películas de Bruce Lee ni las de artes marciales. Pero sí fui fanático de la serie Kung Fu. Cada uno tiene su propia manera de ser un pequeño saltamontes.


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