sábado, 4 de septiembre de 2010

La Política del Banco

Cada vez que tengo que ir al banco siento el mismo hastío, el mismo aburrimiento, la misma frialdad extrema en esa institución que se basa en la sola existencia del dinero. Pero mis obligaciones no me dejan más remedio que enfrentarme a la puerta vidriada, flanqueada por afiches ilustrados con fotografías de gente que simula ser perfecta para que los demás, los que no pueden disimular sus escandalosas imperfecciones, se endeuden de algún modo para lograr, aunque sea por un instante, parecerse a esa imagen donde un grupo de modelos, arbitrariamente ubicados según las especificaciones de un fotógrafo, pretende ser quién no es, ni nunca será. En fin, allí estoy, frente a la puerta vidriada, de bordes metálicos, plana, impersonal, y debo empujarla para ingresar al recinto. Una vez adentro, encuentro el panorama de siempre: los clientes, que esperan el turno para pasar a las cajas, tienen que formar una ronda que baila al ritmo de la orquesta típica centroamericana, ubicada a sobre una tarima, por cierto de madera de excelente calidad. Las reglas son muy estrictas: nadie debe perder el paso, el que lo haga, ya no podrá ser atendido. Así que, dándose las manos, transpirando, intentando sostener carpetas y maletines, hombres, mujeres, jóvenes cadetes de aspecto rebelde, personas de todas las edades, se lanzan al frenesí del mambo, la salsa, la rumba, girando como locos, siempre en el mismo sentido, tal como lo indica la norma. Cada tanto, algún afortunado es llamado por uno de los cajeros. El elegido sale de la ronda y se acerca, aliviado, para realizar su trámite. El cajero, vestido con traje de domador de leones, le da una cachetada suave y le regala un caramelo, para recién después empezar a atenderlo. Como es de esperarse, los cajeros son tenores experimentados que entonan alguna ópera (en general Madame Butterfly, de Puccini, pero a veces algún temerario prefiere Farnace, de Vivaldi), mientras dan trazos impresionistas sobre los papeles, antes de sellarlos y guardarlos en un sobre perfumado, de color ámbar, con guardas celtas. Entonces sí, el cliente puede retirarse, pasando por la pista de patinaje artístico, donde los oficiales de cuentas lo califican y le dan su medalla o bien consejos para mejorar su técnica antes de que crucen la puerta.
Cada vez que salgo, vuelvo a encontrar los afiches y leo, indignado, el slogan absurdo que esgrimen con total desfachatez: “Un banco distinto”.
“Qué estafa”, pienso. Y me alejo, tarareando una rumba.


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