viernes, 10 de septiembre de 2010

Dijeron que iba a llover

Los íconos simples, infantiles, que se despliegan sobre animaciones pulcras desde las pantallas brillantes, las tablas coloridas con los horarios probables de las “precipitaciones”, listas para ser consultadas en todo momento, los gráficos con movimientos de espasmo creados para mostrar la posición satelital de las nubes, todo eso, tan a mano, tan dispuesto para que podamos programar nuestro día, no tiene nada que ver con estos pantalones pegoteados, con las medias heladas, con la campera de hilo estirada, con el intento que siempre fracasa de usar el bolso como paraguas. La cara que puso la mujer que salió del local de venta de cotillón, a lo mejor con un gesto parecido al que un rato antes le había dedicado a una figura de porcelana fría o de plástico, fue de sorpresa, de cierta indignación. “¿Cómo puede llover así?”. Así, sin piedad, fuera de programa, golpeando contra la vidriera del bar que me quedó enfrente, justo en la esquina en diagonal, mostrándome un adentro seguro ante tanta impunidad del afuera. Podría estar sentado en una mesa, mirando como las gotas se quiebran contra el vidrio, pero no, estoy del lado de la lluvia, del lado de la violencia sin pudor de la naturaleza. No va a parar. Sigo caminando lo más pegado a las paredes que puedo y me voy dando cuenta de que los edificios modernos están construidos hacia adentro. Los balcones ya no cuelgan: se hunden, los frentes están alejados, rompiendo la línea de las casas más viejas. Los edificios modernos sólo dan refugio a los de adentro, rechazando a los de afuera, haciendo más duro el afuera con puertas o portones automáticos que caen rectos sobre la vereda, sin dejar huecos para esconderse. Pero la lluvia es afuera impertinente, afuera chapoteante, molesto, siempre inoportuno. Afuera que no respeta ni ceramicoles brillantes de porteros amantes del orden, ni lustrados con silicona de lavaderos de auto con pretensiones de spa. Llego a la avenida y busco un adentro bendecido por un logo luminoso, con mesas de colores y sillas fijas al suelo, como para que nadie dude adonde tiene que sentarse, con comida envuelta en papel y café en vasos de telgopor. En la puerta, un tipo de traje espera, mirando la avenida barrida por el agua. No es la espera de que algo empiece, ni de que alguien llegue, ni de que un programa se cumpla, es la quietud del que sabe que no puede luchar contra una fuerza superior a él, una forma de espera que no existe casi en ninguna otra situación. No hay a quien reclamarle: está lloviendo, y así va a ser hasta que se termine. No hay horario de arribo, no hay fecha de entrega, no hay tiempo límite. Hay, tan sólo, una fuerza fuera de control que no acepta que nadie le imponga nada. Habrá que quedarse adentro hasta que llegue el momento, siempre inevitable, de tener que salir.


2 comentarios:

  1. Me gustó el juego con los de “adentro” y los de “afuera” y llevar ese antagonismo a situaciones particulares y absurdas (aunque en realidad no lo sean tanto), como los edificios modernos.

    Un saludo

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  2. Gracias Manu por tu comentario. Abrazo!

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