sábado, 4 de septiembre de 2010

Verano en el Parador Heidegger

-Diego, ¿vos has leído a Heidegger?
La pregunta es bastante inusual para una abuela. Y a lo mejor también para alguien de 92 años. O casi me animo a decir que para cualquier persona. Pero a mi me la hizo mi abuela de 92 años en diciembre. Eso da una pincelada bastante precisa de la personalidad de la señora, que rompe el molde de los estereotipos establecidos para las abuelas, al menos en estas latitudes, y con seguridad en algunas otras.
La pregunta fue formulada así, usando el auxiliar del presente perfecto del modo indicativo (lo tuve que chequear antes, obvio. O mejor: lo he debido chequear antes, para estar más a tono con la cuestión) combinado con el voceo argentino típico, una modalidad que ya le escuché antes a ella, y también a mi abuelo (de 91 años, o sea: más joven), que sentado en el sillón a nuestras espaldas no tiene pensado leer a Heidegger, ni a ninguna otra cosa que se le parezca.
Le contesto que no, y entonces me da el regalo: un ejemplar de “¿Qué significa pensar?”, de Martin Heidegger.
Sé que me interesa leerlo, y le digo que lo voy a llevar a mis vacaciones. Sé, por otro lado, que podría terminar con la cabeza enterrada en la arena caliente de los médanos intentando alivianar un poco el efecto de un texto como ese.
Así es como el libro viajó conmigo a la costa, en la misma mochila que los demás libros reservados para la playa. Convengamos que la imagen de una persona, abajo de la sombrilla (sí: tengo sombrilla), frente al mar lleno de gente, leyendo a uno de los filósofos más influyentes y cuestionados del siglo XX (es lo que decía la solapa) es interesante, pero no pudo ser: la tarea de padre se impuso, lo que significa que tuve que acompañar a mi hijo cada vez que le nacía el impulso de meterse al mar, de ir a los médanos, de jugar con otros chicos, de ir al mar de nuevo, a los médanos otra vez, a jugar con chicos, y así todos los días. En los momentos para leer, como la siesta o la noche, los otros libros ganaron la pulseada. En definitiva, mi hijo mayor y las otras lecturas me salvaron, ayudándome a alejar el momento de enfrentarme a Heidegger, que volvió en la misma mochila, junto a sus compañeros de viaje que pasaron a la categoría de libros leídos y que llegaron a Buenos Aires para ocupar su lugar merecido en los estantes de la biblioteca.
Ahí sigue entonces Heidegger, en mi mesa de luz. Todavía no lo leí. O bien: aún no lo he leído. Espera, mientras yo intento maniobras evasivas, como leer otros libros, mirar películas o perderme en el vértigo del zapping sin fin. Pero para él eso no es un problema: después de todo, el tiempo parece estar de su lado.


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